He tenido la suerte de asistir a todas las peregrinaciones que Dios ha previsto en estos últimos años, desde Paris en el 97, hasta ésta última en Roma. Y en todas ellas, a pesar de mi corta edad, he recibido infinidad de gracias, la mayoría de las cuales ni siquiera he podido apreciar, y de las que sólo me quedan en el recuerdo poco más que unas cuantas anécdotas. El regreso a lo cotidiano hace mella y el tiempo pasa factura. Además, en esta última, un añadido: días antes de salir, mantuve una conversación acerca de la utilidad de estos encuentros: ¿De verdad crees que sirve de algo hacer un viaje de estas características, cuando se puede emplear el dinero en ayudar a los más pobres? ¿Acaso no es en los pobres donde más descarnadamente puedes encontrar a Cristo y no haciendo peregrinaciones turísticas por Europa? “Pobres siempre tendréis con vosotros, pero a Mí no siempre me tendréis”
Dejando a un lado estas cuestiones y ahora que todavía lo tengo fresco, todo en este encuentro ha sido gracia, una tras de otra. Poder celebrar la Eucaristía en la basílica de San Francisco de Asís y en el Vaticano; hemos tenido ocasión, también, de predicar a las puertas del Coliseo, allí donde tantos mártires han dado su vida por Cristo, sangre que han derramado también San Pedro y San Pablo, cuyos sepulcros son el testimonio histórico de la autenticidad de la fe que vivieron nuestros mayores en los inicios del cristianismo. Los frutos de estos primeros mártires han llegado hasta mí, veinte siglos más tarde, haciéndome partícipe de la esperanza en la misma salvación. El encuentro con el Papa lo tengo por valiosísimo, a pesar de haberme quedado a las puertas de Castelgandolfo –¿qué derecho habría yo de tener?–: todo ha sido un regalo.
Sin embargo, parece que de esta romería me llevo lo que de las anteriores, pasa el tiempo y todo se queda en eso, un recuerdo, tres o cuatro anécdotas, nada que supere la sabiduría de Cohélet: “todo es atrapar vientos”
¡No es verdad! Por un lado, estoy convencido de que el fruto de tantas peregrinaciones se concreta en la experiencia de haber salido por las calles, a viva voz en los vagones del metro, en los colegios… Dar limosna está bien, pero no soluciona el conflicto existencial del hombre, el anuncio del amor de Cristo va mucho más allá. Sintetiza, todas en una, las obras de caridad. De manera, que el dinero del viaje bien ha merecido la pena.
Por otro lado, es cierto que conoces personas afines a tus ideas, cuyas vidas se entrelazan en algún punto con la tuya; disfrutas de experiencias nuevas, conoces países distintos; pero, por encima de todas estas cosas, de sentimientos, que al fin y al cabo se van tal como vinieron, por encima de avatares y desengaños, prevalece la historia que va dejando un sello indeleble en tu morral de peregrino. Ver iluminada tu historia a la luz del amor de Dios es tocar con mis propias manos la fe sembrada en el bautismo por la que estos santos dieron su vida.
Si, merece la pena gastar todo el oro del mundo por saborear, aun de lejos, esta fe. Más aún, dar por esta vivencia de Dios todos los bienes de mi casa seria como despreciarlo.
DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI A MÁS
DE 5.000 JÓVENES DE LA DIÓCESIS DE LA PROVINCIA
ECLESIÁSTICA DE MADRID QUE
PARTTICIPAN EN LA “MISIÓN JOVEN”. EL 9 DE AGOSTO DE 2007
EN EL ENCUENTRO QUE TUVO LUGAR en EN el patio de la residencia pontificia de CastelGandolfo
Con sumo gusto os recibo hoy, queridos jóvenes que habéis participado en la “Misión Joven” de la archidiócesis de Madrid y las diócesis de esa Provincia eclesiástica. Habéis venido acompañados por el Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de sus Obispos Auxiliares, y de los Obispos de Getafe y de Alcalá de Henares y, naturalmente, de todos vosotros. Habéis querido manifestar vuestro afecto al Papa, Sucesor del apóstol Pedro, así como vuestro compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os doy mi más cordial bienvenida y os agradezco vuestra presencia aquí, tan numerosa, y de modo especial todo lo que hacéis como fruto de esa intensa experiencia eclesial y de fe que habéis vivido.
Algunos de vosotros han dado antes un expresivo testimonio de ella, que he seguido con atención. He apreciado la intensidad con que se ha vivido la condición del misionero y el colorido que adquieren ciertas facetas de la vida cuando se decide anunciar a Cristo: el entusiasmo de salir al descubierto y comprobar con sorpresa que, contrariamente a lo que muchos piensan, el Evangelio atrae profundamente a los jóvenes; el descubrir en toda su amplitud el sentido eclesial de la vida cristiana; la finura y belleza de un amor y una familia vivida ante los ojos de Dios, o el descubrimiento de una inesperada llamada a servirlo por entero consagrándose al ministerio sacerdotal.
Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia, habréis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Así ocurrió aquí, en Roma, hace muchos siglos, en medio de un ambiente que desconocía a Cristo, único Salvador del género humano y del mundo; así ha ocurrido siempre, y ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío.
Os animo a perseverar en el camino emprendido, dejándoos guiar por vuestros Pastores, colaborando con ellos en la apasionante tarea de hacer llegar a vuestros coetáneos la dicha indescriptible de saberse amados por Dios, el único amor que nunca falla ni termina. No dejéis de cultivar vosotros mismos el encuentro personal con Cristo, de tenerlo siempre en el centro de vuestro corazón, pues así toda vuestra vida se convertirá en misión; dejaréis trasparentar al Cristo que vive en vosotros.
Como jóvenes, estáis por decidir vuestro futuro. Hacedlo a la luz de Cristo, preguntadle ¿qué quieres de mi? y seguid la senda que Él os indique con generosidad y confianza, sabiendo que, como bautizados, todos sin distinción estamos llamados a la santidad y a ser miembros vivos de la Iglesia en cualquier forma de vida que nos corresponda.
La Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, fue presentada por el Concilio Vaticano II como “ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva“ (“Lumen gentium”, 65). Que su intercesión maternal os acompañe y os haga ser fieles a los compromisos que, dóciles al Espíritu Santo, habéis asumido para gloria de Dios y el bien de vuestros hermanos. Que os sea también de ayuda la Bendición Apostólica que os imparto con afecto. Muchas gracias por vuestra visita.
Benedicto XVI