“En aquel tiempo, habiendo convocado Jesús a los Doce, les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: «No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si algunos no os reciben, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de vuestros pies, como testimonio contra ellos». Se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes.” (Lucas 9, 1-6)
No estamos leyendo un libro histórico. Aquí está la esencia de la vida de la Iglesia. Anunciar el Reino de Dios con obras y palabras es la clave de la vida de los cristianos hoy. Todos estamos llamados a evangelizar, en nuestra vida cotidiana, porque la misión profética surge de nuestro bautismo.
Pero este evangelio de Lucas recoge lo que debe ser la misión de algunos apóstoles, de algunos creyentes. En nuestro tiempo conocemos cómo una serie de cristianos son enviados por la Iglesia a evangelizar de esta forma. Como pobres entre los pobres. Como sembradores de una verdadera semilla. Precisamente en las últimas semanas hemos leído la noticia de que, de dos en dos, cristianos han realizado esta misión de la forma en la que el mismo Cristo pidió que se hiciera. Llevaban sólo la Palabra de Dios, es decir la Biblia, y el rosario. Ese era todo su equipaje. La Palabra y la Oración como alimento sustancial. Sin móvil, sin dinero, sin saber dónde podrían dormir o comer. Su alimento era hacer la voluntad del Señor.
Esto puede parecer una utopía en nuestra sociedad, pero es radicalmente cierto que muchos hermanos en la fe han estado durante unos días predicando ligeros de equipaje. Con la certeza de que su alimento es el Señor y que Él les acompañaba y, aún más, les precedía en la evangelización por las calles y plazas de las ciudades.
¿Es posible esta misión hoy? Claro que lo es. Porque hay muchos hermanos en la fe que han procedido de esta forma y al volver han contado las maravillas que ha hecho el Señor en sus vidas y en las personas a las que han encontrado. Probablemente iniciaron su misión con miedo, con temblor. Pero pudieron comprobar cómo el Señor acompañaba con verdaderos milagros su actuación, curando enfermos de todo tipo. Eran pobres vasijas de barro, pero llevaban la fuerza del Señor, la gracia de Dios.
Todos los cristianos tenemos la misión de anunciar el Amor de Dios. Unos de ese modo tan especial, enviados por el Señor y por la Iglesia a recorrer las calles de las ciudades haciendo presentes la misericordia de Dios. Y otros tenemos esa misión de un modo más simple, más sencillo: anunciar la Buena Noticia de que Cristo resucitó y está vivo, entre nosotros; y que en Él encontramos el tesoro fundamental para nuestra vida. Esto podemos comunicarlo, simplemente con nuestra vida sencilla, a quienes nos rodean: nuestros familiares, compañeros de trabajo, vecinos… No somos especiales ni privilegiados. Pero Dios no ha elegido para ser sus hijos adoptivos y lo ha hecho porque quiere que seamos instrumentos para transmitir su Amor a esta generación.
Sin duda, ambas modalidades de evangelización, son misión imposible para nosotros si vamos fiados en nuestras fuerzas. Pero si dejamos que El nos acompañe seguro que sentiremos la alegría de cumplir una misión por la que Dios nos tiene prometido el ciento por uno, la Vida Eterna. Necesitamos humildad, confianza y oración, que es el oxígeno para los cristianos y para la misión.