La confesión, como los demás sacramentos, es ante todo un acto de amor a Jesucristo, una acción de gracias por su pasión y su muerte redentora, que exige un dolor verdadero por los pecados cometidos, aun los veniales, y produce en el alma la alegría inherente a la gracia sacramental que se recibe. La confesión frecuente es imprescindible para la vida de la gracia, y aunque el pecado venial se perdona de otras formas, por el perdón del sacerdote en confesión se nos otorga, además, la gracia de este sacramento.
La confesión en gracia de Dios aumenta la gracia santificante, que también se acrecienta con la oración, la mortificación y la caridad. Si la gracia no aumenta, es que mengua. Pero la confesión frecuente no puede ser un acto rutinario por leves que sean las culpas del penitente. No se trata ahora de explicar la liturgia oral de la confesión, es decir, el diálogo penitencial del saludo, la declaración sincera de los pecados, el rezo de la oración de contrición y la despedida agradecida del sacerdote que nos acoge, pero será bueno decir algo al respecto.
Y es que en el confesionario nos espera Jesús. Es Jesús el que nos recibe, nos escucha y nos perdona. Pero este Jesús es un sacerdote, es un hombre, y por ende, está tan necesitado como nosotros del perdón y del amor. Al confiarnos a sus cuidados de padre amoroso “que nos ve llegar desde lejos y sale contento a recibirnos”, no nos olvidemos de esa necesidad de afecto y comprensión, y seamos sencillos, familiares y cercanos. Recordaréis con emoción las veces en que, al concluir la confesión, el sacerdote os pida que recéis por él. Así, por la comunión de los santos, se puede devolver al oficiante algo de la gracia recibida.
En el acto de confesar los pecados, epicentro de este sacramento, solo se trata aquí de los “pecados veniales de omisión”, es decir, de las “oportunidades perdidas para hacer el bien”, aclarando, que el carácter leve que predicamos de ellos, no debe prejuzgarse como característica genérica de estas faltas, que pueden ser graves o mortales, por la entidad y grado de conocimiento del bien omitido.
¿Y cómo descubrimos estos pecados?
El pecado de omisión presupone siempre una falta de amor. Toda la vida no basta para cumplir el mandamiento de “amar a Dios sobre todas las cosas”, que Cristo completa y explica pidiendo que “nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado”, y por tanto, siempre estaremos en deuda con el Amor, pues ni somos capaces de amar a Dios “sobre todas las cosas”, ni sabemos amar a los otros como nos pide Jesús, y así, para cumplir el mandamiento que es compendio de toda la Ley, nuestra vida debe ser un continuo y animoso caminar en pos de esa forma de amar, seguros como estamos, de que el Señor nos encontrará en ese camino, y que nosotros, lo reconoceremos como los discípulos de Emaús. Y esa es la perseverancia que pediremos en la confesión, acusándonos ante el sacerdote del amor que nos falta.
Y, ¿cuánto debe ser nuestro amor?
No existen límites para el amor. Todo el amor que podemos dar es el que está a nuestro alcance, el que podemos soportar con nuestras fuerzas, y para lo que nos falte, pongamos nuestra confianza en la misericordia y la condescendencia divina, que hace fructificar en virtud lo que parece miserable a nuestros ojos: “Hasta un vaso de agua que deis en mi nombre tendrá recompensa…”, dice Jesús. En la confesión nos examinaremos de este amor con los padres, esposos, hijos, nietos hermanos, familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, y aprenderemos, que las mejoras en los afectos, vendrán de la mano de los gestos más sencillos de generosidad, amabilidad y trato, aunque siempre podremos ir más lejos conforme a nuestras posibilidades.
Y ¿cuál es el amor que se nos pide?
El amor es el deseo de lo bueno, y es caritativo cuando lo proyectamos hacia los demás por amor a Jesús, fuente de todo amor, haciéndolo realidad en los más cercanos, en nuestro prójimo. Muchos decimos: Soy bueno porque no me meto con nadie, no robo, no mato, y no deseo el mal. Eso está bien. No hacemos cosas malas. Pero, ¿nos hemos preguntado por las cosas buenas que omitimos?
Nuestras posibilidades de hacer el bien disminuyen cuando nos sentimos satisfechos de lo que hacemos por los demás. Y no nos referimos a la alegría íntima, innata e inexcusable de hacer el bien. La satisfacción nos anula cuando, recreándonos en lo ya hecho, dejamos de caminar en el amor, nos sentamos al borde del camino, y nos hacemos meros espectadores de lo que pasa a nuestro alrededor. El corazón calla, la indiferencia nos parece normal, justificamos las inhibiciones, pensamos que ya hemos hecho bastante, consideramos que nos merecemos un descanso, nos dejamos asaltar por la pereza, y oramos poco. Pueden ser solo pequeños desistimientos, minucias, cosas sin importancia, tibiezas comprensibles, pero si el amor mengua, la gracia de Dios se debilita y se esfuma.
¿Y cómo sabemos que caminamos en el amor?
Porque notamos los vacíos que vamos llenando con nuestro actuar. Si ahora rezamos más, es que antes, rezábamos menos, si hacemos más caridad, es que nos curamos de anteriores indiferencias, si nos disculpamos menos por nuestros yerros, es que mejoramos en la humildad y el dominio de la soberbia, si hacemos más tareas en casa, ensanchamos nuestra relación familiar y aprendemos a valorar lo que antes hacían otros, si tenemos más tiempo para los hijos, descubrimos otra forma de sonreír, si nos interesamos en los problemas de los compañeros, los transformamos en amigos, si metemos a Jesús en nuestras relaciones de amistad, abrimos otras conciencias a la inquietud religiosa. Pequeños detalles y grandes recompensas, pasos cortos que hacen camino, levantar un poquito el corazón de la tierra, mirar con fe y esperanza las dificultades, sentirse útil a todos.
Y lo que ayer no hicimos, es el pecado que confesamos hoy, porque todo aquello en lo que hemos sabido mejorar, nos pone de manifiesto las anteriores flaquezas, y de eso nos acusamos, de lo que no supimos ver y apreciar. Más misericordia, más comprensión, más sacrificio, más oración, más confianza, más fe que antes. Para seguir el camino, para tener algo en nuestras manos cuando seamos examinados de amor.
Horacio Vázquez