Se enteró el tetrarca Herodes de todo lo que pasaba y estaba perplejo, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, que Elías se había aparecido, y otros, que uno de los antiguos profetas había resucitado. Herodes dijo: «A Juan, le decapité yo. ¿Quién es, pues, éste de quien oigo tales cosas?» Y buscaba verle. (Lc 9, 7-9).
El Evangelio nos muestra a Jesús haciendo prodigios y asombrando a todos con su predicación, sus obras, y las de sus discípulos, que parten anunciando el Reino. Hasta al impío Herodes alcanzará su fama, pero ni así se convertirá. Le gustaba oír a Juan Bautista pero lo mandó decapitar. A Jesús lo tratará de loco, lo despreciará y se burlará de él.
Es interesante la figura de Herodes como figura de la impiedad, porque Cristo, que acoge a los pecadores, le llama zorro, y se niega a dirigirle la palabra. No hay palabra ni señales para él, como ocurría con los monjes famosos cuando los visitaba alguien para pedirles consejos pero que no pensaba convertirse. Como dice el Evangelio, el Señor no se confiaba a todos, porque conocía lo que había en su corazón. “De Dios nadie se burla”, llega a decir san Pablo (Ga 6, 7).
Si los que rechazaron a Juan Bautista no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), cuanto menos Herodes que lo mandó matar. Según san Mateo y san Marcos, Herodes quiere creer que Juan ha resucitado, y librarse así de su remordimiento por la muerte de un profeta. Dios pasa a través de sus enviados y ¡ay! del que permanece indiferente o los rechaza. Lo que dijo Isaías toca también a nuestra generación y puede alcanzarnos también a nosotros: “Se ha embotado el corazón de este pueblo. Mirarán y no verán, no se convertirán y no serán curados” (cf. Is 6, 9-10).
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