«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”». (Jn 15,9-17)
En el pueblo hebreo, quien estaba interesado en ser instruido por algún rabino en concreto, se dirigía a él y le solicitaba ser su discípulo. Con Jesús es distinto. Es Él quien elige, por eso lo subraya. Y elige a unos, los apóstoles, que no tenían previsto ser apóstoles, ser elegidos. Esta elección es un privilegio, pero no como en el mundo. Son privilegiados por hacer lo que hizo el Maestro –ser el último, lavar los pies, curar, servir- y porque les trataron como a Él.
Esta elección refleja en no pocas ocasiones la elección de Dios sobre el pueblo de Israel: el pueblo que no era pueblo pasa a ser el pueblo de su propiedad, y no precisamente por mérito propio, sino “porque es fuerte el amor, como la muerte, y las aguas no lo apagarán”. Por eso recibe en el Sinaí el Decálogo, palabras de amor que señalan el camino y nos ayudan a reencontrarlo cuando lo perdemos, si es que guardamos sus mandamientos. Es así, levantándonos y volviéndonos a Él, como se realiza su amor en nosotros, amor que es perdón y misericordia.
La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, para cuyo designio nos es imprescindible su amor, que realiza en nosotros la conversión. Ya no será el cielo ganado por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús, que es quien da cumplimiento a la Ley, cuyo corazón es el AMOR a Dios y a los demás.
Se acerca el Año de la Fe. Y para que pueda verse la fe sobre la tierra, Dios nos manda que nos amemos, y así los demás puedan exclamar: ¡Mirad cómo se aman! Creer que es posible que el amor viva en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado, es la clave para que la Palabra tome carne en nosotros, y así podamos guardar sus mandamientos, no como algo inútil, sino como lo que es en verdad: lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero.
Él nos amó primero… y ciertamente nos quiere, y quiere permanecer en nosotros para seguir amando hoy. Solo conoce su amor quien se conoce a sí mismo, algo imposible si no se guardan sus mandamientos: “Amaos unos a otros”. Su alegría es saberse amado por el Padre; nuestra alegría es saber que Dios nos ama, tal y como somos, saber que el Padre ha enviado a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Por eso ha dado su vida en rescate por muchos; ha pagado por todos al Eterno Padre la deuda de Adán, y con su sangre, derramada por amor, ha cancelado la condena antigua del pecado. Y su Padre nos amará, nos afianzará, nos robustecerá, nos resucitará…
Por eso nos habla, porque nos quiere; por eso se nos revela, porque quiere ser nuestro amigo. Descarguemos en Él nuestro agobio. Por eso en medio de nuestra esterilidad nos encontramos con un fruto. Los hombres necesitan comer este fruto que no es obra nuestra sino de Él, recibir el alimento que viene del cielo para poder tener vida y vida eterna.
¡Oh Jesús, amor mío, cuánto me has amado!
¡Tú eres el amado de mi alma!
¡Tu amor en mí, Tú en mí, para que el mundo crea que Dios te ha enviado!
¡No me dejes, Señor, permanece, quédate conmigo en la tarde de mi vida!
¡Merezco ser abandonado, mas Tú no me abandonas!
¡Que yo me alegre de tu alegría, Señor!
¡Que yo me alegre del fruto del seno de María, que es tu amor!
¡Bendita tú, oh María, que has creído!
Alfonso V. Carrascosa