«En aquel tiempo, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús. Pero Jesús se enteró, se marchó de allí, y muchos le siguieron. Él los curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: “Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto. Sobre él he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará, hasta implantar el derecho; en su nombre esperarán las naciones”». (Mt 12, 14-21)
La primera comunidad cristiana en Palestina estaba compuesta toda ella, en un primer momento, por hebreos, conocedores de la Sagrada Escritura (Antiguo Testamento). Eran hombres y mujeres religiosos, y fieles cumplidores de las prescripciones de la Toráh de Moisés. Asistían asiduamente al Templo, en Jerusalén o a las sinagogas, en las distintas ciudades fuera de la capital. Recitaban los salmos a las horas establecidas (cfr. Hch 3,1), se reunían para orar y para celebrar las fiestas judías, desde el Sabath, semanalmente, hasta las solemnidades anuales como la Pascua, Pentecostés, etc. Circuncidaban a sus hijos varones y los presentaban al Señor en el Templo al octavo día. Al cumplir los trece años, los chicos celebraban su Bar Mitzvah, y al cumplir los doce, las chicas celebraban la Bat Mitzvah. En todas estas cosas, y en muchas otras, no se diferenciaban en nada de cualquier otro judío religioso. De hecho no tenían conciencia de pertenecer a ninguna otra religión, ni mucho menos de reconocer ni adorar a ningún otro Dios distinto a YHWH, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Le confesaban como el Único Dios y afirmaban que, fuera de Él, no había otro que pudiera salvar. Recitaban el Shemá tres veces al día, como habían hecho desde pequeños, durante generaciones, según el mandato de Dios a Moisés, desde la salida de Egipto (Dt 6,4ss.). En todo se mostraban, como Jesús dijo de Natanael cuando Felipe se lo presentó, como «verdaderos israelitas» (Jn, 1,47).
Solamente hubo un punto que les diferenció de los demás judíos. Este único punto fue un añadido. Y un añadido fundamental, esencial. Todos ellos habían reconocido en Jesús de Nazaret al Mesías esperado, anunciado por los profetas y los salmos, por el propio Moisés. En Él se habían cumplido todas las profecías y expectativas que tenía Israel, expectativas de justicia y de derecho, expectativas de misericordia y restauración de Dios con su pueblo (la caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante, no apagará).
Este Mesías (Jristós, Ungido) de Dios no solo se identificaba con algunas figuras muy enigmáticas y misteriosas de los profetas Isaías (el Siervo de YHWH) y Daniel (el hijo del Hombre), sino que era el Hijo de Dios. Era el mismo Dios, YHWH, encarnado, hecho hombre. Era el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. En Jesús, Dios había manifestado plena y definitivamente su propia esencia, su propio ser. Dios Padre se había manifestado completamente a sí mismo en Jesús, en su Hijo, en Dios Hijo. Este Hijo (Jesús) es la impronta de su sustancia, como comienza diciendo la Carta a los Hebreos (Hb 1,3) o el Evangelio de S. Juan, que comienza afirmando que la Palabra (Jesús) era Dios (Jn 1,1).
Con la experiencia de su Resurrección y, siendo testigos de ella, renovados e impulsados por el Espíritu Santo el día de Pentecostés (cincuenta días después de la Resurrección de Jesús, y diez días después de su Ascensión), los apóstoles, con Pedro a la cabeza, comienzan a dar solemne testimonio de esta acción de Dios en Jesucristo. En las plazas (Hch 2,24), en el Templo (Hch 3,13-26) y por todas partes, incluso a costa de su propia vida, como Esteban (Hch 7) no dejan de proclamar con una inusitada valentía que Jesús es el Hijo de Dios, es el Siervo de YHWH. Este Siervo había traído la verdadera Justicia y Derecho de Dios con los hombres. En una experiencia existencial de no poder más, de percibir que Dios les había abandonado, de estar aplastados bajo tantos yugos y losas, aparece una Luz resplandeciente, una liberación, la auténtica Liberación. Dios no se ha olvidado de su pueblo.
Dios no se ha olvidado de nosotros. Ha mandado a su Hijo amado y predilecto que ha cargado con todo el peso de nuestros pecados e impotencias. Las ha clavado en su cruz y ha pagado la deuda pendiente. Nos ha liberado de toda esclavitud, de toda deuda. Somos libres. Ha enderezado nuestra caña cascada, ha avivado la llama de nuestra mecha vacilante y ha hecho brillar la Luz en nuestros corazones (2 Co 4,6). Quien está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo (2 Co 5,17).
Si alguno de nosotros se encuentra en las tinieblas, ponga su confianza en Él, que se apoye en su Nombre, en la fuerza de su Espíritu Santo, que hemos recibido para no volver a recaer en el temor. «¡No tengáis miedo! ¡No temáis!», repetía una y otra vez el beato Papa Juan Pablo II, tomando esas palabras del mismo Jesús en el Evangelio: «Soy Yo, no temáis».
Como los ángeles a los pastores de Belén («No temáis, os ha nacido un Salvador) o a las mujeres en el sepulcro de Jesús (No temáis, ha resucitado), animémonos los unos a los otros cada día con esta exhortación a la confianza: «No tengáis miedo». Porque, «Estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 18, 20).
Ángel Olías