“Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo”. Y sucedió, que por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu Santo que bajaba hacia Él en forma de paloma. Se oyó una Voz de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 7-11)
La presencia de Juan el Bautista en la “vida pública” de Jesús, ya estaba profetizada por Isaías: “Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino, Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas….” (Is 40,3).
De igual modo, siglos más tarde, su padre Zacarías, entonaría con el bellísimo canto del Benedictus, la profecía: “…Y a tí, niño, te llamarán “Profeta del Altísimo”, porque irás delante del Señor a preparar sus camino, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.
En ambos relatos, Juan, primo de Jesús, aun sin conocerse, como nos dirá él, en el Evangelio según san Juan: “…He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no lo conocía, pero el que envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel a quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”… (Jn 1,31-35), identifica a Jesús como el “Enviado de Dios”. Aquí se demuestra, claramente, la visión de Juan Bautista de parte del Eterno Dios, anunciando lo profetizado desde siglos.
Es interesante el término que emplea el evangelista Marcos, diciendo que el cielo se rasgó. Ya desde este principio de la llegada de Jesús, se van introduciendo, diríamos, suavemente, casi de perfil, determinados símbolos que luego se recogerán con toda su fuerza.
En la muerte de Jesucristo, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, de Dios a los hombres. Entonces el velo del Templo separaba el Templo en dos partes; en una de ellas se encontraba el Arca de la Alianza, que contenía las Tablas de la Ley que Moisés recibió de Yhavé; en la otra se congregaba el pueblo para los sacrificios y la oración.
Quedaban separadas por el “Velo del Templo”: una gruesa tela de unos diez centímetros de espesor,- según cuentan las crónicas, que ni siquiera dos caballerías, tirando de él, una frente a la otra, podían partir -. Y era tal la distancia que los separaba, no física, sino espiritual, que la parte donde se encontraba el Arca, llamada El Sancta Santorum, sólo podía entrar el sumo Sacerdote una vez al año.
Éste entraba con una cadena atada al pie, para que, si sufría un desmayo, o quedaba inconsciente, nadie podía ni tan siquiera entrar; tirarían de la cadena para sacarlo, tal era la devoción que emanaba del Misterio. Esto significaba en la espiritualidad de los israelitas, la distancia infinita entre Dios-Yahvé y los hombres.
Pues, en estas condiciones, a la muerte de Cristo, este Velo se rasgó en dos, rompiendo, por medio del Sacrificio de Jesucristo, la distancia entre Dios y los hombres.