«En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida”.» (Lc 19,41-44)
Hoy es el día de la presentación de la Santísima Virgen María en el Templo. Una piadosa tradición cuenta que San Joaquín y Santa Ana llevaron a su hija al templo de Jerusalén para que fuera instruida en las cosas de Dios, sin saber que en los planes del Altísimo, María estaba destinada a ser su templo vivo. Es muy posible que desde aquella presentación, María soñara con su total consagración a Dios, de ahí quizás su turbación ante el anuncio del ángel mensajero, que le hizo preguntarse por el significado de aquellas palabras que en principio no cuadraban con lo que Dios había depositado en su corazón. Pero cuando se reconoce el momento de la visita de Dios, se sabe que todo es bueno y posible. Por eso María no se quedó ahí y dijo: “Hágase en mí según tu palabra”, y María hizo suyo el proyecto de Dios.
Tener ojos en el alma para reconocer el día en que Dios nos visita, para saber que es Él mismo quien irrumpe en la vida, abre el Cielo de par en par ya en la tierra: “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis, pues os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís y no lo oyeron” (Mt. 11, 23b -24). Señor, quién tuviera los ojos de María para reconocer tu visita, la de hoy, la de mañana, la de todos los días…
Por el contrario, ser ciego a la historia, no distinguir en ella más que lo que nos interesa, cierra el Cielo, hace la vida opaca, borra en ella el eco de toda trascendencia y entristece al mismo Dios porque su mayor deseo es que libremente optemos por Él.
Por esa razón, el Señor mira llorando a Jerusalén, la ciudad de la paz pero que no sabe lo que conduce a la paz. El Señor mira llorando a Jerusalén, la esposa que no sabe de amores ni cuando se acerca el esposo, porque está escondido a sus ojos, lo ve con los ojos retenidos.
Si Jerusalén no reconoce ni ama a su Señor será probada muy seriamente, para que su amor no quede reducido al del abuelo senil que disfruta viendo cómo los suyos lo pasan bien, y solo se ocupa de evitarles sufrimientos. El amor auténtico es exigente y prefiere, con mucho, ver sufrir a los que ama antes que verlos disfrutar de una felicidad banal y alienante.
Jerusalén somos también tú y yo, a los que Dios busca apasionadamente. Y porque nos busca de verdad, el misterio de Job se prolongará hasta el fin de los tiempos y la fe será probada siempre. Y en ciertos casos, incluso llevada hasta la más profunda oscuridad, para que no se pervierta, para que llegue a aquel reconocimiento: “Antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos”.
El amor purificado es la adoración más pura y perfecta. Dios nos quiere tanto que vincula a toda costa nuestra suerte a la de su Hijo Amado.
Enrique Solana