«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”». (Mt 11,25-30)
Cuánta ternura, cuánto amor, y cuánta cercanía divina, en este arrebato místico de Jesús, que exulta de gozo en alabanzas al Padre, Señor del cielo y de la tierra. Y pudiera dar la impresión de que el contexto de estas palabras tan bellas de Jesús, no fuera el adecuado, pues Mateo plantea la escena a continuación del encendido elogio de Jesús a Juan el Bautista, al que no vacila en colocar por encima de todos los profetas, e inmediatamente después de su diatriba contra las ciudades incrédulas de Corazeín, Betsaida y Cafarnaúm, y Lucas, por su parte, en el recuento emocionado de las hazañas misioneras de los setenta y dos discípulos que regresan de cumplir el encargo de predicar el Reino de Dios.
Pero acaso, un planteamiento de este tipo resulte, a la postre, baladí e intrascendente, pues toda alabanza a Dios siempre será oportuna, cualquiera que sea la situación, el tiempo y la circunstancia en que se pronuncie, y sea como fuere, lo cierto es que Jesús, “…se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo…”, como nos explica Lucas, y sus palabras, brotaron como un torrente de sus labios, en un tono filial, conmovido, solemne, profético, y misericordioso.
Es uno de esos instantes de intensidad en el amor, de trascendente arrebato de un corazón humano que rebosa de lo divino, y que también es el corazón del Dios Hijo, “… de la misma naturaleza del Padre”, como en aquel otro momento que nos relata este mismo evangelista en la cena pascual, cuando Jesús sabe que ha llegado su hora, y estalla de ternura su corazón de hombre al sentarse a la mesa con sus discípulos, exclamando: “Ardientemente, he deseado celebrar esta cena con vosotros”.
Es evidente que en esta escena Jesús nos habla del Reino de los Cielos, cuyos secretos ocultó el Padre, porque así le plugo, a los sabios y discretos, y los reveló a los pequeñuelos. Siempre aflora en Jesús esta contradicción con el pensamiento humano, con la lógica del hombre, con los dogmas atribulados del mundo, que camina en la dirección opuesta al sendero de la Vida.
Jesús aprovecha “la piedra que desechó el arquitecto”, que ahora es la piedra angular, llama bienaventurados a los que lloran, y encuentra la grandeza de servir a Dios en la humillación, la humildad y el abajamiento de los corazones. Por eso reprende tan duramente a Pedro cuando este le recrimina por el anuncio de su pasión, muerte y resurrección, porque Pedro habla como los hombres, y pone una sordina mundana a los proyectos de Dios. No son pues los “sabios y discretos”, los reputados doctores de la ley, ni los ilustres juristas que lucen sus togas en los sanedrines, ni los maestros de la Torá que nos enseñan desde sus cátedras, los que nos van a indicar el camino del cielo, sino, los “pobres de espíritu”, aquellos a los que se refiere Jesús en la primera bienaventuranza, “porque de ellos, es el reino de los cielos”.
Pero al final de su alabanza al Padre, parece como si Jesús nos quisiera mostrar un atajo alumbrado por su misericordia para encontrar el camino del cielo. Es como un inciso de amor en medio del parlamento exigente de la puerta estrecha, es como un resquicio inesperado que se abre a la pobreza de la condición humana, es como una tabla de salvación a la que puede agarrarse el náufrago que se ahoga en las olas del mundo: “Venid a mí, dice Jesús, todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Es la llamada del amor incondicional, infinita en el tiempo, inagotable en la esperanza, llena de promesas de ternura para la acogida del pródigo que nunca nos defraudarán. Y si nos extraviamos, si hemos errado cien veces en la búsqueda del camino, si no alcanzamos a ver la luz que salva, si nuestro esfuerzo ha sido baldío y no somos capaces de encontrar la verdad, no desesperemos…, aún podemos cerrar los ojos por un instante, y cejar en los vanos empeños, y reposar la cabeza en el pecho de Jesús, acudir a él sin prejuicios ni temor, casi sin palabras, en un silencio de amor y de esperanza, y él nos aliviará, porque su yugo es llevadero, y su carga ligera.
Horacio Vázquez