«Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”». (Lc 9,18-22)
Este pasaje del evangelio de hoy está, en forma muy similar, en Marcos 8, 27-30. Ya sabemos que es muy coincidente con Lucas en su evangelio, menos en los capítulos que se refieren a la infancia del Señor. En Mateo 16, 13-20 encontramos este pasaje en el que el Señor añade, ante la respuesta de Pedro: “Feliz tú Simón hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y ahora te digo yo: Tú eres Pedro, o sea piedra, y sobre esa piedra edificaré mi iglesia y los poderes del infierno no la podrán vencer”. Es decir, la declaración de la autoridad de Pedro como cabeza de la iglesia. Y termina como en todos, ordenando a los discípulos que no digan nada.
Es difícil entender por qué Jesús no quiere que sus discípulos proclamen a todas las gentes su condición mesiánica. ¿No es eso lo que tienen enseñar, la naturaleza divina de la buena nueva? ¿No concede más credibilidad a su palabra y a sus actos que Él sea hijo de Dios?
Nos es difícil muchas veces entender los planes del Señor. Él les explica que aún tiene que ser desechado por las autoridades religiosas, ser ejecutado y resucitar al tercer día, como si no conviniera la proclamación de su divinidad antes de su muerte. ¿Entenderían los discípulos su profecía? No lo parece, ya que después de la muerte en la cruz andaban mohínos y desorientados, como si todo hubiera terminado sin recordar estas consoladora promesa de resurrección.
Pero la pregunta de Jesús nos cuestiona directamente a cada hombre de hoy, más de veinte siglos después de ser formulada: “¿Quién dicen las gentes que soy yo?”. ¿Qué se dice hoy en los comentarios de la prensa o en las redes sociales sobre Jesús de Nazaret? ¿Quién es él para el hombre del siglo XXI, con sus inquietudes y problemas? ¿Quién es para los ateos, para los indiferentes a toda creencia? El mundo religioso es un reducto aparte, que tiene una clientela fija, unos medios de comunicación: emisoras, revistas, etc. Pero está débilmente presente en el gran espacio de la información. El mundo es impermeable al mensaje de Cristo.
El hombre de nuestro siglo vive pendiente principalmente de la economía. Si hay dinero hay bienestar, crecimiento, en fin, futuro. En la civilización de las comunicaciones y el marketing la Iglesia no ha sabido ”vender” la Buen Nueva, algo tan atractivo que debería ser imprescindible para la felicidad del ser humano. El Papa Francisco ha insistido en esa idea de salir de las sacristías y los centros religiosos, a evangelizar de nuevo, a involucrarse totalmente en los problemas que hacen llorar a nuestros hermanos e incluso en los que les hacen reír. “Hay que estar presentes en la realidad de nuestro mundo”, ha dicho.
Vemos crecer los adivinadores y consejeros, vendedores de mentiras, que comercian con las angustias y problemas de las personas, tan necesitadas de algo o de alguien que les prometa paz y esperanza. ¿Cómo pueden dejarse engañar, con algo tan evidentemente falso? Proliferan remedios y pócimas prometedoras de una casi eterna juventud anhelada; empeñados en una inútil lucha contra la vejez y el inevitable deterioro físico. Y los listos llenan sus bolsillos. Quizá los cristianos no demos una imagen de personas felices, llenas de esperanza, capaces de sobrellevar los dolores y contrariedades de la vida.
Ahora es cuando la pregunta de Jesús se dirige a nosotros, los cristianos practicantes: “¿Y vosotros quién decís que soy yo?” Si estuviéramos llenos de esa fe en el hijo de Dios, si tuviéramos la seguridad de que Él es el camino, la verdad y la vida, le irradiaríamos, contagiaríamos nuestro entusiasmo a los demás; si cada cristiano fuera una antorcha plena de la luz de Cristo, el mundo estaría iluminado. Pero es probable que nuestra fe sea débil, rutinaria, acomodaticia, y no tenga fuerza para salir de nosotros y cambiar el mundo que nos rodea.
Mª Nieves Díez Taboada