Estaré a su lado en la desgracia, acabamos de oír de la misma boca de Dios. Como ya hemos dicho, son palabras-promesas que se cumplen en el Señor Jesús, y también en los que han plantado su tienda delante de Él. A estas alturas creemos necesario señalar que hay momentos en la vida de cada hombre en los que a su lado no cabe nadie, absolutamente nadie, sólo hay lugar para Dios.
El mayor drama de cualquier persona es el de vivir sin enterarse de esta realidad. Es un desconocimiento dramáticamente empobrecedor, ya que ese lugar que debería estar ocupado por Dios, el que conforta, el que abre puertas y caminos, el que llena de luz y esperanza la existencia golpeada contra los vacíos que, como fantasmas, emergen en el tiempo, resulta que está desocupado; no es una ausencia, es la Ausencia. Éste y no otro es el mayor drama que nos puede alcanzar a cualquiera de nosotros. De todas formas es mejor pensar en positivo, por lo que quiero hacer presente que son muchos los que, de una forma u otra; unos antes, otros después; unos a través de cien vueltas, otros a través de mil; encontraron a su lado a su Señor.
De todos ellos es figura el salmista que, después de una búsqueda insistente de la Verdad, sorteando, una tras otra, tantas mentiras apadrinadas por una sociedad que ha cambiado el pensamiento por la inercia, encuentra a su Señor, su Dios. Se aprieta junto a Él y le susurra su profesión de fe y amor: “A mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás” (Sl 73,23-24).
A mí, que estoy siempre contigo, Padre mío, podrá decir Jesús cuando ya sabe que sus discípulos le van a abandonar en su pasión: “Mirad que llega la hora, y ha llegado ya, en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
A mí, que estoy siempre contigo, podrán decir también uno tras otro, generación tras generación, los discípulos del Señor Jesús, aquellos que cosieron su Evangelio a su alma. A mí, que estoy siempre contigo, dirá una y otra vez el icono del discipulado que estamos presentando, lo dirá amorosamente a sus pies mientras le escucha. Todos y cada uno de los discípulos del Señor Jesús de todos los tiempos hacen de la Palabra que escuchan delante de Él carne de su carne y alma de su alma. ¿Cómo no va a estar Él al lado de ellos en la desgracia si con su amor y perseverancia lo arrebataron hacia sus entrañas?
Volvemos a la profesión de fe y amor de nuestro salmista, íntimo a nuestro ser por la comunión de los santos, y haciendo un cuenco con nuestras manos recogemos, como si fuera agua de un manantial, su testimonio: “Me guiarás con tu consejo y tras la gloria me llevarás “.
Analizamos pormenorizadamente, sin prisas, este alegato de ternura y confianza de nuestro fiel israelita. No podemos pasar de largo así, sin más, ante un texto catequético en el que percibimos el desbordamiento silencioso e impetuoso a la vez, aunque esto parezca contradictorio, de un corazón que ha conocido, visto, tocado y amado a Dios. Analicemos sus palabras a la luz de Jesucristo, plenitud de toda revelación hecha por Dios a su pueblo.
Me guiarás con tu consejo, con tu Palabra, aquella que forma mis pensamientos que, de por sí, al igual que los de Adán y Eva, no coinciden con los tuyos. Es tu Palabra la que “me hace a Ti”, ella me llevará hasta tu gloria.
Hasta tu gloria, allí, en tu Presencia, donde nadie que no esté limpio de pecado puede llegar (Sl 24,3-4). Sin embargo, yo te he hecho un hueco a mi lado, he dejado habitar en mí tu Palabra. Ella me ha limpiado por dentro (Jn 15,3). Oigo las aclamaciones que recibieron al Resucitado al entrar victorioso en los cielos. Disfruto de los cantos jubilosos que resuenan y se extienden a lo largo y ancho del firmamento: “¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!” (Sl 24,7). Oigo estos himnos triunfantes y me estremezco porque sé que se cantarán también para mí, ya que es tu Palabra a la que me he abrazado, la que me abre las puertas de la Gloria; la puerta por la que, según dices, entran los vencedores: “¡Abridme las puertas de la salvación, entraré por ellas, daré gracias a Yahvé! Aquí está la puerta de Yahvé, por ella entran los vencedores” (Sl 118,19-20).
Que se me abran las puertas, pues he sido glorificado por el Hijo, he sido transfigurado por Él, como dice el apóstol Pablo a los cristianos de Filipos: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo; él transfigurará este pobre cuerpo vuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Fl 3,20-21).
Todo nos podría ser arrebatado en este mundo menos la herencia que hemos acogido: el mismo Dios. La escogimos libremente, nos sentamos delante de Él para recibirla, y nadie podrá despojarnos de ella, tal y como dijo el Hijo de Dios a María la de Betania. Él mismo será quien la defienda, es su valedor: “María ha elegido la parte buena, que no le será quitada”.
A los pies del Señor Jesús, del único Maestro, de la Palabra del Padre, el alma desata sus ganas locas de vivir, de amar, de ser amada… En esta dimensión existencial tiene poder de atrapar el tiempo y pintarlo de eternidad. Más aún, se yergue grandiosamente y, orgullosa de su feminidad, da a luz a la Belleza en estado puro. Esto es el discipulado.
Antonio Pavía.