Desde hace bastantes meses nos inundan los buzones de casa y los parabrisas de los coches, incluidos los “hombres bocadillo”, con llamativos panfletos de fondo amarillo y grandes letras en negro, anunciando “Compro Oro” por parte de nuevos establecimientos que aprovechan la crisis que nos rodea. Mientras muchos tratan de especular con el empobrecimiento ajeno, los vendedores intentan salir a duras penas de la situación en que se ven cada día, empeñando lo que haga falta con tal de poder llevar un poco de pan a las bocas de casa, que no entienden de la crisis financiera. Y así han desaparecido de muchas casas esas cajitas-joyeros con cadenas de oro, sortijas, sellos, pendientes, zarcillos, collares, relojes y otros adornos que ellas y ellos lucían en tiempos mejores.
También yo, que ya he cumplido hace tiempo los setenta, sola en casa y viuda, aun sin haber vivido grandes agobios económicos ni cuando vivía mi marido ni ahora porque mis hijos me ayudan, me he atrevido a franquear la puerta de una de esas tiendas en las que la gente entra y sale como a hurtadillas, ocultando la vergüenza de ser reconocidos. Porque verse con el inmisericorde baldón de ser tachados como pobres de solemnidad, es cosa que el propio orgullo no acepta fácilmente.
solo hay una cosa importante
Un buen día me dije, “Magda, ¿para qué quieres y guardas esas joyas en casa?”. Y, sin pensármelo dos veces me dirigí hacia allí. Saqué todos los objetos de oro que tenía, quedándome con un collar de imitación de perlas, unos pendientes de plata de quita y pon y un broche para la blusa bañado en oro.
“Espere”, le dije al señor de la tienda; y me quité las dos alianzas que todavía llevaba en el dedo anular de mi mano derecha, la mía y la de mi difunto marido.
Apenas salía por la puerta, me sobrevino un pequeña zozobra, como si hubiera hecho algo malo, y enseguida me vino a la cabeza lo que dirían mis hijos: “Pero ¿estás loca, mamá”, me reconvino mi hija mayor en cuanto se dio cuenta, y corrió la voz entre sus otros cinco hermanos. “Veréis, hijos”, les dije un domingo por la tarde, después de comer juntos en mi casa, “en el Reino de los cielos ya no habrá marido ni mujer, sino que todos seremos como ángeles, hijos de Dios. Y si el anillo de bodas es signo del matrimonio aquí en la tierra, hasta que la muerte nos separe, ahora que vuestro padre hace tiempo que ya no está con nosotros, ¿para qué quiero ese signo de algo que ya no existe?, ¿por qué me voy a empeñar yo en mantener un matrimonio que desapareció con la muerte de papá?, es decir, ¿si en el cielo ya no hay matrimonio, ¿por qué voy a insistir yo como si perdurase aquí en la Tierra?
Os pido que me comprendáis: esto no quiere decir que yo no me acuerde de vuestro padre, y seguro que me acuerdo más que todos vosotros, pues todos los días está presente en mis oraciones diarias.” Esto último se lo dije con la intención de recodarles que ellos debían hacer lo mismo.
Creo que me entendieron, aunque se esforzaban en disimularlo, protestando con argumentos más bien de carácter sentimental. No les niego su parte de razón en este campo; sobre todo a las tres chicas, más sensibles en este aspecto. La más pequeña me dio un fuerte abrazo como diciéndome “Mamá, estoy contigo… te quiero a ti y… a papá”.
lo que tengo te lo doy
Luego les eché otro sermón (“Mamá, no empieces con tus rollos”, me espetó el segundo hijo varón), para hacerles ver que yo nunca había entendido a esas viudas que van por la vida siempre llorando la ausencia de sus maridos y agarrándose como lapas a los objetos y recuerdos que usaba, entre ellos el anillo de bodas, convirtiéndolos en auténticos fetiches o talismanes.
Traté de explicarles que yo me sentía libre, un espíritu libre, sin ataduras en este mundo, que, supongo, deberé abandonar no tardando muchos años. Les conté que mi vida había cobrado un sentido nuevo encontrándome con Jesucristo, mi nuevo esposo. Había habido un momento en mi vida en que había caído en la cuenta de que este esposo me había amado desde siempre, desde antes de que el mundo existiera, y que, por tanto, también los amaba a ellos igual. Un esposo con el que ahora dialogo día y noche; un esposo que me ha dado a conocer a su Padre, como protector de huérfanos y viudas y que, por lo mismo, los quiere a ellos con delirio. Un esposo que me hace sentir libre ante las cosas de este mundo, que me ha regalado un Espíritu de Amor para afrontar con serenidad mi viudez, haciéndome entender que lo primero en la vida es Dios, lo segundo es Dios y lo tercero es también Dios.
“Queridos hijos”, les añadí: “Es verdad que el oro que he vendido fue fruto del amor de vuestro padre y el de vosotros mismos, con ocasión de nuestros aniversarios de boda y de mis cumpleaños, cuando estábamos todos juntos en esta casa. Y vosotros sabéis también cuánto os lo he agradecido siempre y os lo sigo agradeciendo hoy, porque veo en ello el cariño que nos habéis tenido a los dos. Yo he preferido ahora, a estas alturas de mi vida, quedarme con ese amor vuestro y desprenderme de las joyas. En el fondo no he hecho más que un cambio: he cambiado esas joyas por las otras joyas más valiosas de vuestro amor.
Si yo he vendido el oro, ¿es que no sabéis que nosotros no hemos sido comprados ni con oro ni plata, sino con la sangre de nuestro Señor Jesucristo derramada en la cruz? Dejadme que emplee ese dinero en adquirir un puesto en la mesa del banquete celestial: yo espero que vuestro padre esté allí sacando brillo a mi sitial, junto al suyo, para participar en esas bodas eternas con el Cordero de Dios, al que yo últimamente, en la etapa final de mi vida, he querido dedicarle cuanto soy y ahora he querido ofrecerle cuanto tenía, el fruto de esta venta, para socorrer a los necesitados, que son aquí el vestido de su propia carne, pues, como más de una vez os he enseñado, Jesús está en los pobres”.
Cuando se marcharon de casa esa tarde, su antigua casa, todos me abrazaron y besaron: me di cuenta de que a casi todos les brillaban los ojos más de la cuenta y me pareció adivinar en más de uno una lágrima furtiva de cariño y comprensión.
una cuenta celestial
He de confesar que cuando salí de aquel establecimiento, sin más oro en casa y con una buena cantidad de dinero en el bolso, me dirigí a toda prisa y sin volver la vista atrás, al convento de una de esas monjas que todos conocen, aunque yo oculte quiénes son, que se ocupan de dar de comer a los pobres y de atender a los enfermos desahuciados que nadie quiere.
“Buenas tardes, hermana, ¿podría entrar en la iglesia para hacer una visita al Santísimo?”. Había allí una monja muy viejecita en una silla de ruedas, a un lado del sagrario; y cerca había otras dos arrodillas en el puro suelo, una también muy mayor, cabizbaja e inmóvil y la otra, una mujer joven, con los ojos fijos en el sagrario, sin pestañear apenas. Yo estuve una media hora rezando en silencio y las tres seguían igual; así que nadie se dio cuenta de que eché un abultado sobre en un cepillo, detrás de una columna.
¿Adónde irá a parar ese dinero? No lo sé y mejor que sea así, que mi mano izquierda no sepa lo que ha hecho la derecha. Lo que sí sé, por haberlo leído en la Biblia, es que no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero, y que el oro ha corrompido siempre a muchos.
Volví a casa, me hice la cena, una tortilla a la francesa con un yogur, y en vez de quedarme colgada de la televisión, seguí hablando con este divino esposo, pareciéndome que me susurraba aquello de que donde está tu tesoro, allí está tu corazón…
Esa noche dormí como un lirón.