Este salmo hace relación al rey David, a su nostalgia por Dios, cuando tuvo que huir de Saúl y refugiarse en el desierto, donde vivió errante durante un tiempo. Partiendo de la experiencia de David, identificamos a todo hombre que busca a Dios, a veces “ casi contra toda esperanza”, pues los desiertos sufridos amenazan por secar y marchitar el alma.
Sin embargo, en el salmo se aprecia con claridad que el amor que tiene nuestro hombre afligido y exhausto, es superior a las pruebas por las que está pasando; lo que se evidencia por la siguiente exclamación: “ ¡ Tu amor es mejor que la vida ¡ Como cuando en el santuario te veía, al contemplar tu poder y tu gloria, pues tu amor es mejor que la vida…, así quiero en mi vida bendecirte, levantar tus manos en tu nombre…”
Es más, cuando este hombre, profundamente probado, dirige sus pensamientos hacia Dios, Él le revela que nunca le faltará su auxilio. Es entonces cuando exulta con un gozo desconocido, prorrumpiendo en gritos de júbilo: “Mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene”. Iluminado por Dios, nos trasmite la razón de su confianza inquebrantable: Dios me sostiene porque tengo mi alma apretada contra Él.
Volvemos nuestros pasos en la Escritura, para fijarnos en la experiencia parecida de uno de los patriarcas de Israel: Jacob. Éste se encuentra en la soledad más terrible que jamás hubiera podido imaginar. Por una parte huye de su suegro Labán, a quien, con artimañas , le ha medio usurpado parte de su ganado. Por la otra, su hermano Esaú viene a su encuentro con el intento de cumplir su amenaza de matarle por haberle arrebatado con engaño la primogenitura. Está en una situación sin salida. Es entonces cuando Dios, en forma de ángel, entabla un combate con él cuerpo a cuerpo. A un cierto momento, Dios le hiere en el fémur, y Jacob se agarra desesperadamente a Él. Dios le dice: “ ¡Suéltame!” A lo que Jacob le responde: “¡No te soltaré hasta que no me bendigas, hasta que no pronuncies sobre mí una palabra que me libre de los peligros que me acechan!”(Gén. 32, 23-27).
He aquí la sabiduría de Jacob: ¡No soltarse de Dios!¡Apretarse contra Él! Sabe que de su determinación depende su supervivencia. Es un vivir apegado a Dios para poder participar de su Fuerza. Jacob anticipa el grito de amor del salmista: “Mi alma se sostiene porque me aprieto contra ti”.
Tanto Jacob como otros personajes de la Escritura, incluido el salmista, son pálidas figuras de Jesucristo, quien llevó a su plenitud la experiencia de vivir continuamente apretado contra Dios, su Padre. Jesús vive su misión totalmente pendiente de Dios, hasta el punto de afirmar que nunca hace nada por su cuenta: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar… Por eso, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí”. (Jn. 12, 49-50). Porque Jesús y el Padre son la misma Palabra: Ésta es proclamada por el Padre y anunciada por el Hijo, por lo que tiene autoridad para hacer este anuncio sorprendente: “Yo y el Padre somos uno” (Jn. 10,30).
A partir de Jesucristo, este vivir apretado contra Dios, ya no es privilegio de unos pocos, como los personajes anteriormente citados del Antiguo Testamento. Una vez que el Hijo de Dios resucitó, nos abrió la puerta para que todos aquellos que vivan abrazados al Evangelio, puedan constatar que, en realidad, están viviendo apretados contra Dios.
Veamos a este respecto, la actitud de María Magdalena y María la de Santiago, cuando Jesús les salió una vez resucitado: “En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: ¡Dios os guarde! Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron” (Mt. 28,9).
Ambas mujeres se asieron, abrazaron sus pies. Ya hemos visto en textos anteriores, cómo los pies, en la Escritura, significan el Evangelio. Vemos, pues, a estas mujeres abrazadas al Evangelio, asidas, para hacer presente que será el Evangelio el que nos sostendrá en la fe. Abrazadas y sostenidas por el Evangelio… y, como culmina Mateo el texto, “le adoraron”.
Había dicho Jesús a la samaritana que estaba llegando la hora en que los verdaderos adoradores adorarían en espíritu y en verdad. (Jn. 4, 23). Llegó la hora con la resurrección de Jesucristo. Su victoria sobre la muerte es la misma victoria del Evangelio sobre nuestra impotencia. Abrazados a él, por él somos sostenidos; es entonces cuando fluye de nuestro espíritu el manantial de la adoración, ésa que Jesucristo definía “en espíritu y en verdad”.
Concluimos señalando la experiencia del apóstol Pablo, quien se alegra con los tesalonicenses porque “han abrazado la Palabra”, para expresar que aceptaron la predicación que les provocó la fe. (1Tes. 1, 6).