«En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas»». (Lc 13, 1-9)
Estamos en Cuaresma, tiempo de conversión y de penitencia. En el Evangelio de este domingo, Jesús, nuestro Amigo, nos insiste una vez más en esta dimensión tan importante de la Redención, que es dejar detrás todo lo que nos lleva a perecer, a disminuir el ritmo de santidad y de amor que es necesario para ir al cielo.
La penitencia es laboriosa, pero también gozosa. Con ella, ayudados por la gracia que Dios siempre concede, que nunca falla, damos pasos de gigante en nuestro caminar, y, siempre, como fruto de ese estar dispuesto a abrazarse a la cruz redentora, el Señor nos envía al Gran Desconocido, el Espíritu Santo. En esa línea, nos sirve lo que dice San Josemaría: “El amor gustoso que hace feliz al alma está basado en el dolor: no cabe amor sin renuncia” (Forja, 760).
Nuestra sociedad —maravillosa porque es la nuestra y es la que nos ha tocado vivir— a veces teme, otras tiembla, e incluso, otras desprecia la penitencia. Quizás es porque no asimila que no se trata de ir a la cruz por la cruz; sino por la cruz a la salvación. Y no una cruz cualquiera, sino que se trata de convertir nuestros contratiempos, nuestras dificultades, nuestros desconciertos y sinsabores, en la Cruz de Cristo.
Esa es la doctrina y la vida de la Iglesia. Así se recoge, por ejemplo en el número 853 del Catecismo: “…Solo avanzando por el camino de la conversión y de la renovación y por el estrecho sendero de Dios, es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo. En efecto, como Cristo realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación”.
A veces, el Señor puede pedir grandes renuncias y penitencias, mas no es ese campo —importante en la Iglesia— al que ahora nos queremos referir, sino mas bien a ese saber encontrar el “quid divinum” en lo ordinario, preparándonos con nuestras pequeñas renuncias a las que Dios, si así nos conviene, pueda enviarnos para hacernos nada más y nada menos que corredentores suyos
¿En que podemos por lo tanto convertirnos? ¿Cuál es el mapa de nuestra penitencia? Sugiero algunos campos: no retroceder ante las dificultades que con esfuerzo pueden superarse, evitar las vanas complacencias, cumplir el deber por encima de las propias inclinaciones, trabajar con intensidad, sonreír ante la palabra menos oportuna e incluso molesta, vivir el hoy y ahora en nuestras obligaciones, hacer favores sin pasar factura… Todo eso no sale espontáneo. Es preciso decidirse —y estamos en el tiempo propicio— a convertirse y descubrir que si unimos esos pequeños vencimientos al sacrificio redentor de la Cruz, a la Santa Misa, nos encontramos ya en esta vida, con la maravillosa experiencia de que la gracia de la conversión nos eleva muy por encima de nuestras limitaciones.
Este Evangelio nos avisa de que si no nos convertimos pereceremos, para recordarnos que luchando con esa ascética constante, real y aparentemente pequeña, vivimos en la vida y en la Vida, en una atmósfera maravillosa, la del amor redentor, que impregna nuestro ser y las relaciones con los demás y con el mundo.
La conquista a la que nos dirigimos es asumir cada vez más plenamente el sentido de nuestra vida, una especie de genialidad constante para descubrir que no hay que dejar pasar el tiempo —como la higuera que no da fruto— sino vivir con plenitud la conversión que nos redime, que no es salir del mundo sino difundir, cada uno en su lugar la verdadero vida, el jugoso fruto.
María es Maestra del sacrificio escondido y silencioso, acudamos a Ella. Puede servirnos para hacerlo el rezar algunos de los cantos del bello himno Akáthistos, de finales del siglo V, que en la liturgia mariana oriental se reza el quinto sábado de cuaresma:
“Virgen, Madre de Cristo. Baluarte de vírgenes y de todo el que en ti se refugia. El divino Hacedor te dispuso al tomar de ti carne en tu seno; y enseña a que todos cantemos en tu honor, oh Inviolada: Salve, columna de sacra pureza Salve, umbral de la ida perfecta Salve, tu inicias la nueva progenie; Salve, dispensas bondades divinas. Salve, de nuevo engendraste al nacido en deshonra; Salve, talento infundiste al hombre insensato. Salve, anulaste a Satán seductor de la almas; Salve, nos diste al Señor sembrador de los castos. Salve, regazo de nupcias divinas; Salve, unión de los fieles con Cristo. Salve, de vírgenes Madre y Maestra; Salve, al Esposo conduces las almas. Salve, Virgen y Esposa.Gloria María Tomás y Garrido