Ningún argumento mejor para mostrar la armonía entre ciencia y fe, que recordar el ingente número de personas que, habiendo consagrado sus vidas a Dios, han desarrollado simultáneamente una labor científica universalmente reconocida. Entre estos, justo es señalar a Gregor Johann Mendel, nacido en 1822 en un pequeño pueblo del Imperio austrohúngaro, que hoy pertenece a la República Checa, y que se consagró como fraile y sacerdote en la orden de san Agustín, llegando a ser abad en el monasterio de Brünn, Austria. En el año 1900, tres científicos europeos convergieron en una encrucijada de la investigación: cada uno de ellos, sin previo conocimiento de la labor de los otros dos, había hallado las reglas que gobiernan la herencia de caracteres físicos por los seres vivos. Los tres se aprestaron a anunciar al mundo su descubrimiento, pero decidieron comprobar antes si existía alguna publicación previa al respecto. Su asombro fue mayúsculo cuando encontraron con que el monje Gregor Mendel, 35 años antes, había publicado ya los mismos fenómenos que ellos acababan de descubrir. Los tres tomaron la misma decisión y, con una honradez que es una de las mayores glorias de la historia de la ciencia, abandonaron toda pretensión de originalidad y llamaron la atención sobre el descubrimiento de Mendel. Los tres científicos se limitaron a exponer su labor como mera confirmación de las teorías del monje agustino. Efectivamente, mediante un trabajo paciente y concienzudo, iniciado en 1857 y que se prolongó hasta 1865, Mendel fue descubriendo, a partir de experimentos de cruzamientos con guisantes efectuados en el jardín del monasterio, las denominadas leyes de la herencia, razón por la cual se le considera justamente el padre de la genética. El 10 de marzo de 1984, con ocasión del centenario del fallecimiento de Mendel, el Papa Juan Pablo II tuvo una intervención refiriéndose a él en estos términos: «Fue a la vez hombre de fe, de cultura y de ciencia. ¿Acaso no es propio de la cultura saber conjugar armoniosamente los modos de vivir con las razones de vivir, saber enraizarlas entre sí, en síntesis profundamente creativa? Mendel fue un hombre de cultura cristiana y católica, en cuya existencia la oración y la alabanza sostenían la investigación del paciente observador y la reflexión del científico genial. Muy al contrario de oponerse a la fe, la verdadera ciencia se alía con ella en una simbiosis fecunda, en la que el conocimiento y el amor se unen. Como expresa san Agustín, “lo que has descubierto en la criatura es la voz que te lleva a alabar a Dios, su creador”».