Menos mal que ya pasaron aquellos años del racionalismo rabioso, de finales del XIX y buena parte del XX, en que se negaba incluso la realidad histórica de Jesucristo y, por ende, la obra de la redención. Por ejemplo, en la breve frase del ángel a las piadosas mujeres que fueron al sepulcro de Jesús en la mañana de Pascua —“Ha resucitado, no está aquí” (Mc 16,6)—, bastaba cambiar una simple partícula —“No ha resucitado, está aquí—, tergiversando el sentido del texto, para echar por tierra el fundamento de la fe, la resurrección, inaccesible a la razón y, por tanto, inadmisible, según ellos.
Menos mal, que no hay nadie hoy tan poco cuerdo que niegue la existencia humana de Jesucristo. Otra cosa es que lo identifiquen con el Hijo de Dios, con el Verbo encarnado, con el Mesías y, mucho menos, que le concedan la fundación o autoría de la Iglesia y los sacramentos, o que se perpetúe visiblemente en el papado.
Nada de extraño, por otra parte: ya muchos de los que le oían en la Palestina de su tiempo lo abandonaron —y para más inri, nunca mejor dicho—, también lo hicieron los suyos en la hora de la crucifixión—. Los judíos esperaban al Mesías, lo tuvieron delante y todavía hoy, después de dos milenios, están a verlas venir; y, por si fuera poco, en los cuatro o cinco primeros siglos del cristianismo se fraguaron casi todas las herejías, que casi siempre tenían por objeto la Persona de Jesucristo, de manera que no es que los muchos disparates o falsas doctrinas que han proliferado sean sólo de nuestra época… Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
una memoria histórica fuera de toda ley temporal
Aquí me interesa la memoria histórica, una expresión de moda que se ha hecho famosa en nuestros lares hasta adquirir rango de ley. A mí me parece muy loable que honremos a nuestros muertos y los sepultemos cerca de nuestra patria chica, pues tal vez sea en esto donde se cumple al revés aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Precisamente porque los sentimos —a nuestros seres queridos muertos o desaparecidos—, queremos que nuestros ojos los “vean”, que estén enterrados cerca de nosotros, aunque hayan pasado setenta o más años…
¿Y cuando han pasado casi dos mil años? ¿Qué ocurre cuando ha transcurrido ya tanto tiempo? Pues que hemos ido, precedidos por aquellas santas mujeres del evangelio, y nos hemos encontrado con el ángel, que nos ha repetido: “No está aquí, ha resucitado”. Cual otro Nicodemo o José de Arimatea, o como María Magdalena, que pedía el cadáver de Jesús al mismo Jesús confundiéndolo con el “encargado del huerto”
(Jn 20,15), hubiéramos querido desenterrar su cuerpo para honrarlo en nuestro propio cementerio, conservando así su memoria histórica.
Eso sí que hubiera sido un capítulo especial de una memoria histórica no contemplada en ninguna ley, ni promovida por ningún juez de este mundo que hubiera mandado buscar en no sé qué fosa… Y no es que hayan faltado intentonas de demostrarnos que Jesucristo seguía bien muerto y enterrado, algunos incluso muy recientes.
Jesucristo no es recuerdo histórico, es presencia viva
Ocurre, sin embargo, que los difuntos de nuestra memoria histórica sí que están bien muertos —muchos de ellos no bien enterrados—; ocurre que ninguno de ellos ha vuelto del cementerio ni siquiera para recordarnos que no los olvidemos, a pesar de que nuestros camposantos están plagados de piedras que dicen “No te olvidamos” y, si somos sinceros, sí los olvidamos.
Ocurre, con todo, que Jesucristo sí volvió del cementerio, sí salió de su tumba: la Magdalena lo vio (Mc 16,9 y Jn 20,11-18), lo vieron las santas mujeres (Mt 28,9-10), los dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-33); lo vio Pedro (Lc 24,34), lo vieron los Apóstoles (Jn 20,19-23.26-29; 21,1-14; Mt 28,16-30; Lc 24,50, Hch 1,1-8), lo vio Santiago (1Co 15,7), también Pablo camino de Damasco, primer perseguidor acérrimo de los cristianos (1Co 15,8), y “ más de quinientos hermanos a la vez” (1Co 15,6).
Ocurre que la memoria histórica de Jesucristo no empieza en Belén y termina en el Gólgota, sino que “la Palabra que existía en el principio” (Jn 1,1), “por la que se hicieron todas las cosas” (Jn 1,3; Col 1,15), sigue hoy viva por su resurrección, ocurrida ante las mismas barbas de los soldados guardianes dormidos (cfr. Mt 18,11-15), viva porque Él es el origen y meta del universo, el Alfa y la Omega de todas las cosas, el que es el mismo “hoy, ayer y siempre” (Hb 13,8), pues “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35).
De Alejandro Magno, del Cid Campeador, de Colón, Napoleón, Beethoven o Fleming… (y de cada uno de las miríadas y miríadas de seres humanos que nos han precedido en el sueño de la paz) podemos hacer memoria histórica, podemos recordarlos. Sí, podemos hasta celebrar sus efemérides, pero no hacer un memorial. Es decir, no podemos hacerlos presentes y vivos entre nosotros. Esto sólo lo hace Dios y acontece con su Hijo Jesucristo, resucitado de entre los muertos, de una vez para siempre (Rm 6,8-10).
Esta sí que es una auténtica memoria histórica: la presencia de Jesucristo, que padeció y murió por nosotros y está vivo, hoy, aquí, ahora.
acuérdate de Cristo resucitado
El racionalismo actualizado lo seguirá negando, porque solo admitirá lo que ve y palpa, lo que experimenta y comprueba, sin darse cuenta de que las categorías racionales humanas están muy por debajo y al margen de las categorías divinas de la fe. A Santo Tomás le pasó lo mismito: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25).
Jesucristo recogió el guante de este reto y le salió al paso: “Acerca tu dedo y aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente” (v 27). Tomás lo vio, palpó y creyó; y, como respuesta a la confesión de Tomás —la fe sobre la razón, no contra la razón—, Jesús se dirigió a nosotros, hombres de hoy: “Dichosos los que aun no viendo creen” (v. 29).
A un corazón límpido y sencillo, sin “pre”-juicios, el Espíritu Santo le incita a ver a Jesús resucitado, vivo en la historia, es decir, en los acontecimientos concretos y prosaicos de la vida diaria.
Este anuncio sí que llena de esperanza en medio de este mundo catapultado en olas de muerte por doquier (guerras, aborto y eutanasia); este anuncio nos permite mirar adelante y hacia arriba, conscientes de que “no tenemos aquí una morada permanente” (Hb 13,14) y que, si “corren días malos” (Ef 5,16), lo bueno y lo mejor está siempre por venir, porque Dios es Luz y Amor y no hay sitio para las tinieblas ni el desamor, el odio o la indiferencia. Porque, en definitiva, de nuevo está por venir otra vez Jesucristo, al final de los tiempos, objeto y premio de nuestra esperanza.
¡Esto sí que es una gran memoria histórica! Por eso, “acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (2Tm 2,8).