Dicen que el elefante tiene una memoria prodigiosa, de forma que, cuando alguien destaca por la potencia de esta facultad humana, se le admira porque tiene “una memoria de elefante”. ¿De dónde le viene al elefante esta capacidad memorística?
Cuentan que apenas nacen los elefantitos y empiezan a moverse, en seguida los sujetan de una pata con una cadena, de modo que, fijos al suelo, no pueden alejarse: los tirones continuos que sufren cada vez que pretenden salirse de su pequeño radio de acción, tienen un efecto doloroso y desagradable, y van grabando en el pobre animalito los límites de sus movimientos, de manera que, cuando pasa el tiempo y los desatan, “saben de memoria” cuál es su entorno del que “no saben” salir y ya no se escapan de la reserva en donde han nacido: su memoria de elefante los circunscribe a ese pequeño círculo de acción y, aunque libres ya de su cadena, están incapacitados desde su nacimiento para traspasarlo. Con independencia de otras interpretaciones, el paralelismo con la condición humana guarda unas semejanzas tan sorprendentes como clarificadoras. Desde su nacimiento el hombre está dañado en su raíz —“pecador me concibió mi madre” (Sal 50,7)—, atado “por una pata” a la fuente del mal, es decir, encadenado por el demonio a la rueda de las concupiscencias, mordido por la serpiente con el veneno del pecado. Dice la teología de la gracia que el hombre, por sí solo, ni siquiera es capaz de perseverar en el bien por largo tiempo en el mero orden natural sin la ayuda de la gracia divina, debido a esa inclinación innata de su ser, concebido en la querencia de dejarse llevar por la cuesta abajo. Es el pecado original el que lleva en sí esa carga diabólica y mortífera que, una y otra vez, le recuerda al hombre —memoria de elefante— dónde está atado, con qué argolla férrea nos tiene anclados en sus dominios —aquel ingrato círculo de acción—, paseándonos a su antojo por tan penoso y triste lugar. Esa misma teología enseña que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20) y que envió Dios a su propio Hijo para disolver esa cadena, aniquilar el eslabón que nos obligaba a repetir —como aquella increíble memoria de elefante— la vuelta al pecado, como un tornillo sin fin, rompiendo ese círculo maléfico y llevarnos a una nueva reserva, “tierra que mana leche y miel” (Ex 3,8). Así pues, “¡bendito sea Dios, que por medio de Jesucristo, nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor!” (Col 1,13). Ya no vivimos como un miserable elefantito, cuya memoria ha sido forzada a aceptar el yugo satánico de la esclavitud; ya no somos ese animal maleducado, o sea, educado mal desde pequeñito, para asumir irremediablemente una deprimente y oscura situación sin horizonte luminoso alguno, sin poder salir de aquel círculo por fuerza de aquel grillete o dogal que nos encadenaba al mal, en donde cualquier conato de liberación iba precedido del doloroso tirón, traído a la memoria —memoria de elefante— y causado por el esfuerzo inútil del pecado anterior, repetido una y otra vez, un día y otro día… Por fin ha habido uno que ha roto el fatídico círculo de la muerte y, con su muerte y resurrección, “ha plantado su tienda en medio de nosotros” (Jn 1,14), invitándonos a saltar con Él a la otra orilla, más allá del negro círculo del lóbrego sufrimiento y muerte sin sentido: es posible, pues, la libertad —“para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1)—, es posible la vida, la vida sin fin (no el tornillo sin fin), la felicidad eterna, el amor para siempre, sin que ni siquiera la sombra del recuerdo de una vida anclada en la estaca del pecado, dando vueltas inacabablemente agotadoras, como un nuevo Sansón condenado alrededor de una ridícula noria —¡pobre memoria de elefante!— sólo elige el mal. Se ha acabado para siempre el “memorial” del mal, aunque persista su recuerdo: “tengo siempre presente mi pecado, pues contra ti, contra ti solo pequé” (Sal 50,6). Por eso el Apóstol le exhorta con júbilo a su querido discípulo Timoteo: “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (2Tm 2,8). ¡Adiós, memoria de elefante, adiós!