«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”». (Mt 7, 7-11)
Cuando Dios hace caer en la cuenta a Job de la inmensidad del universo físico y moral, y específicamente le hace tomar consciencia de lo desorientado que vive todo hombre respecto del camino del bien, entonces, solo entonces, se anonada y confiesa: “me siento pequeño”. Realmente es asombroso que el ser humano exista y que el Creador le hable.
No solo no me explico el universo sino que tampoco encuentro explicación sobre mí mismo. Cuanto más avanza el conocimiento científico más se agiganta mi estupefacción. En cada respuesta surgen mil preguntas nuevas. En realidad el progreso del conocimiento humano es un dia-logos. El estupor por lo creado es ya contacto con Dios. El cristianismo, llegó a decir Juan Pablo II, es el “asombro” por el hombre. “En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo” (Redemptor hominis 10).
Para mayor “estupor” en el Evangelio, Jesús hoy nos hace don de su Padre omnipotente. No se limita a presentarnos a Dios como nuestro padre, función primordial que sigue cumpliendo nuestra madre la Iglesia, sino que lo ofrece para que le pidamos “cosas buenas”. Todo ello, Abba-Padre, las siete peticiones de cosas buenas están condensadas en la oración dominical; en el Padre “nuestro”.
En este pasaje de hoy, Jesús parte de la experiencia humana de la paternidad para que podamos atisbar la bondad y benevolencia de Dios. Las “cosas buenas” son comparadas con objetos conocidos por todos; pan, piedra, pescado, serpiente. Pero el emparejamiento de “cosas” contrapuestas está cargado de contenido simbólico.
La piedra no es un pedrusco cualquiera; la piedra es nuestro “corazón de piedra” que el buen Dios puede transformar —si se lo pedimos insistentemente— en un “corazón de carne”. Este prodigio es enorme: se trata de dejar la “dureza de corazón” que nos hace insensibles, duros, desentendidos, irresponsables, egoístas, engreídos, codiciosos, adúlteros, egocéntricos, etc. y pasar a la felicidad, que consiste esencialmente en amar y ser amado. Si pedimos esta cosa buena —pan—no nos concederá una piedra; si acudimos al “pan eucarístico”, nos transformará el corazón.
Del mismo modo, si le pedimos un pescado no nos enviará una serpiente. El pescado es una continua referencia en la Escritura; Tobías, Jonás, la pesca milagrosa, los apóstoles-pescadores, la comida del Resucitado, etcétera. Es significativo que los primeros cristianos, con el refuerzo del acróstico de Jesucristo, habrían de adoptar el pez como uno de sus símbolos. Si le pedimos al Padre ser “cristiano” (ser un pez, un ser vivo capaz de subsistir en el mar, en medio de la cultura de la muerte) no nos confiará a la “serpiente antigua, Satanás”. Si pedimos “como conviene” Él nos hará hijos de la Mujer que ha aplastado la cabeza de la serpiente cuando ella acechaba nuestro calcañar (nuestro tendón de Aquiles, nuestro punto débil). Ciertamente “vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden”. Si nosotros que somos malos tratamos de dar lo mejor —eso decimos— a nuestros hijos, cuanto más dará el Padre del cielo cosas buenas. El único requisito es la petición.
Pedir es simple, parece unilateral y fácil, pero presupone la Fe. Al que habla solo se le tiene por trastornado. El que habla con su Padre no está solo, sabe que Alguien le escucha, y por eso no duda, acude a Él con esperanza y, conociendo su poder y su gloria, puede pedir con la certeza de ser atendido; como si ya lo hubiésemos recibido.
La tierra prometida, como nos ha recordado la primera lectura, es tierra de pan. Belén significa casa de pan. Comerás hasta saciarte, como se saciaron los que siguiendo a Jesús se encontraron con la multiplicación de los panes y los peces; justamente los dos objetos que trae a colación el Evangelio proclamado hoy.
Alimentados con lo que el Señor nos da, podemos caminar y, lo que es más importante, entrar en la alabanza, en la bendición; el ser agradecidos nos impide vanagloriarnos. El Deuteronomio nos ha recordado que hemos pasado entre “serpientes abrasadoras” cuando íbamos por el desierto. Nuestra historia concreta nos obliga a reconocer que ha sido el Señor quien nos ha conducido y nos ha librado de nuestros enemigos.
Por eso bendecimos, con David, la omnipotencia de Dios (1Cro 29 10-12). Él lo ha hecho todo en nuestro favor. Ha sido un Padre bueno; y nos dará “cosas buenas” con solo pedírselas.
Francisco Jiménez Ambel