“Me has seducido, Dios mío, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido” (Jr 20,7). Leyendo atentamente su contexto, nos damos cuenta de que la cita casi parece más un grito del profeta que una confesión. Digamos que se ha resistido a la seducción de Dios, ya que, desde que lo llamó, su vida se ha movido casi al filo de la navaja. Mal le ha ido a Jeremías en su vocación. La palabra que Dios puso en su boca para llevar a cabo su misión (Jr 1,9), le hace pasar del Tabor al infierno y viceversa, sin darle descanso.
“He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban” (Jr 20,7b), comentará Jeremías. También en un grito de rabia exclama: “¡No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre!” (Jr 20,9a). Quiere huir, desentenderse, pero no puede, porque “había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9b).
Jeremías está sufriendo en su carne un drama terrible. Su sentido común le incita a huir a los confines del mundo como Jonás. Pero, si Él se ha adueñado de todo su ser, ¿cómo intentar ignorarlo cuando su fuego habita en él? El mismo Dios que se manifestó a Israel en el Sinaí, envuelto en fuego, y cuya trascendencia dejó patente prohibiendo al pueblo acercarse, ha reducido la distancia. Dios se ha hecho llama en su espíritu: “Me has agarrado y me has podido”. Jeremías se ha rendido ante su único y exclusivo Amor: ¡Me has seducido, Dios mío!, grita con fuerza el profeta.
Aunque por otro lado, inmerso en tan profundas angustias, tiene momentos en que la desesperación surge con su rugido estremecedor: “¡Maldito el día en que nací! ¡El día que me dio a luz mi madre no sea bendito!” (J. 20,14)
vencidos por el amor, derrotados por la misericordia
Dios, el Fiel, el Leal, el Veraz, vela por su profeta, pues antes que profeta es hijo. Cuida de él mucho más de lo que pueda suponer. Imaginamos cómo se acerca sigilosamente y con amor sopla sobre sus mortecinas mechas con el resurgir del fuego. No es de extrañar que Jeremías se sienta vencido por Él.
De nuevo nos lo imaginamos combatiendo cuerpo a cuerpo con Dios y, tras su derrota, balbucear una y otra vez: “¡Me has seducido, Señor! Me has agarrado otra vez y me has podido”. Tienes la carta escondida de tu amor irresistible, no hay quien ame como Tú; quien como Tú estremezca cuerpo y alma. Nadie que pinte mis entrañas con los colores con que tú las pintas.
De alguna forma, podríamos decir que todos los amigos de Dios que se nos presentan en la Escritura, como también los numerosos santos de quienes conocemos sus vidas, han vivido una experiencia semejante a la de Jeremías. Por ejemplo, así le ocurre a Francisco de Asís, quien fue tal su identificación con Jesucristo que éste, como prueba de que “sabía” corresponder a tanto amor, le dejó un sello imborrable de su presencia entrañable por medio de los estigmas.
Nos fijamos también en David, autor de numerosísimos salmos. Lo que nos ha legado en sus poemas oracionales no es fruto de sus cualidades literarias, sino la experiencia de quien ha conocido la ternura de Dios y ya no puede vivir sin Él, sin su calor y cercanía.
Concretamente cuando David se ve obligado a huir de Jerusalén porque el rey Saúl lo busca para matarlo, todo su ser, sediento de Dios, hace que su vida errante sea un terrible tormento. Sin embargo, se abre a Él por medio de este clamor: “Dios, tú mi Dios, yo te busco, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua. Como cuando te veía en el Santuario contemplando tu fuerza y tu gloria, pues tu amor es mejor que la vida” (Sal 63,2-4).
vivir para Dios en la fe de Cristo
Al igual que Jeremías, David pasa de la tristeza al gozo, del rocío al fuego: “Mi alma se aprieta contra ti, tu mano me sostiene” (Sal 63,9), susurra David ante el derroche de amor de Dios hacia él. Mi alma se aprieta contra ti, Dios mío, parece decirnos el apóstol Pablo abriéndonos confidencialmente su intimidad: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Mi alma se aprieta contra ti, dirá también el padre de familia que da testimonio de fe en un ambiente autosuficiente en que Dios y su verdad son ignorados. Mi alma se aprieta contra ti, dice el/la joven cuando, frente a la corriente que los arrastra, despliegan la belleza del Evangelio de la Vida y de la Gracia. Mi alma se aprieta contra ti, susurra el sacerdote cuando constata que su predicación evangélica es marginada en beneficio del simple sentimiento religioso de sus oyentes. Mi alma se aprieta contra ti, dice por fin y como grito de amor y esperanza, el agonizante, esperando el gran acontecimiento de su vida: su encuentro definitivo y sin velos con el Padre.
Volvemos a la Escritura y nos acercamos a otro testigo que, seducido por Jesucristo, comprendió que una vez abrazado por Él, no había vuelta atrás. Me refiero a Pedro. Jesús multiplica los panes, alimentando a una multitud. Partiendo del signo del pan, recuerda a los allí presentes el maná que comieron sus padres en el desierto, con esta bellísima catequesis: “Yo soy el pan vivo” (Jn 6,51), yo soy el nuevo maná enviado del cielo por mi Padre.
Los oyentes no sólo no le creyeron, sino que se escandalizaron tanto que se alejaron de Él. Viendo Jesús su confusión les pregunta a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). El reto pesa sobrecogedoramente en el aire. ¿Quién no quiere echar a correr ante una situación así? Nos parece oír sus dudas y sus miedos. Si bien, aunque todas las razones los empujan hacia la huida, hay una que les hace quedarse y ésta es la que prevalece: ¡Nos has seducido, Señor, con tus palabras! Oigamos a Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
Volvemos a las mentes de los discípulos y nos hacemos eco de lo que está corriendo por ellas: ¡Tú, nadie más que tú, tiene palabras que nos den la vida eterna!, y, al contacto contigo, nuestro espíritu jadea por esta Vida. ¡Nos sedujiste, Señor, con tu Evangelio y nos hemos dejado seducir! ¿A quién vamos a ir?