Me acosaban el día funesto,
pero el Señor fue mi apoyo:
me sacó a un lugar espacioso,
me libró porque me amaba.
El Señor retribuyó mi justicia,
retribuyó la pureza de mis manos,
porque seguí los caminos del Señor
y no me rebelé contra mi Dios;
porque tuve presentes sus mandamientos
y no me aparté de sus preceptos;
le fui enteramente fiel,
guardándome de toda culpa;
el Señor retribuyó mi justicia,
la pureza de mis manos en su presencia.
Con el fiel, tú eres fiel;
con el íntegro, tú eres íntegro;
con el sincero, tú eres sincero;
con el astuto, tú eres sagaz.
Tú salvas al pueblo afligido
y humillas los ojos soberbios.
Señor, tú eres mi lámpara;
Dios mío, tú alumbras mis tinieblas.
Fiado en ti, me meto en la refriega;
fiado en mi Dios, asalto la muralla.
En este fragmento del Salmo 17 el salmista está exultante porque ha experimentado las maravillas que Dios ha hecho en su vida, aunque no es esto lo más corriente en la vida del hombre. Es más, el transcurso de la vida nos trae todo tipo de situaciones y de acontecimientos. Algunos los aceptamos fácilmente porque no nos ocasionan problemas, o nos resultan placenteros, o coinciden con nuestra manera de entender la vida, o con nuestros proyectos. En cambio, otros hacen que nos rebelemos desde lo más profundo de nuestro ser porque no los entendemos. Nos parecen injustos, o humillantes, o nos hacen sufrir, y hacen que nuestra vida entre en una especie de compás de espera y nuestro espíritu se aletargue esperando que vengan tiempos mejores.
¿Es esto verdad?, ¿es cierto que la vida es un continuo aguantar chaparrones intentando poner buena cara?; si es así, ¿hasta dónde hay que aguantar?, ¿qué hacer cuando ya no se puede poner buena cara?
tengo siempre presente al Señor
Hay dos respuestas posibles: una desde el mundo y otra desde Jesucristo. La primera siempre ha pasado por intentar acabar con la injusticia por medio de la violencia. El cristiano, sin embargo, puede enfrentarse a la vida sin temor porque ha asociado su vida a la de Jesucristo, recibida en el bautismo. Con lo cual, experimenta cada día que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). Sabe que Dios es su padre, que es el artífice de su vida y que cuida de él. Por eso no se rebela ante su historia: no porque sea un estoico o intente que el sufrimiento le afecte lo menos posible, sino porque sabe que Dios es amor y que en cada acontecimiento de su vida está Él irradiando vida e inmortalidad.
Siempre esperamos que Dios se revele de forma que nuestra razón lo apruebe y que haga las cosas como las haríamos nosotros. Pero quien ha conocido a Dios sabe que no es así: “Hijo mío, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba” (Si 2,1). Cabría pensar aquí que Dios intenta ponernos las cosas difíciles en este mundo, como si de alguna manera se complaciera en nuestra impotencia para cumplir sus mandatos y fuera como un cazador que va siempre con la escopeta cargada buscando presas que abatir. Es tanta la gente que ha abandonado la fe escandalizada por el sufrimiento y por la injusticia; ¿cómo es posible que Dios sea bueno y haya tanto mal en el mundo?; si Dios existiera y fuera tan bueno como dicen, ¿no serían las cosas de otra manera?
Ya nos recuerda la Escritura que “Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo: … Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. … Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo.” (Qo 3,1-4; 11a). Dios no es un cazador; es un jardinero que está haciendo un jardín bellísimo, una verdadera obra de arte y, para ello, unos días hay que regar, abonar y cuidar con esmero las plantas y, otros, hay que levantar la tierra hasta las raíces o podar alguna rama seca. El cristiano bendice a Dios cuando es regado y abonado, pero también lo hace cuando es podado, aunque le duela, porque se siente querido por Él en todo momento: “Bendeciré al Señor en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza” (Sal 33,1).
todo lo puedo en Aquel que me conforta
Personalmente nunca me he sentido más querido por Dios que en los tiempos en que la vida me ha deparado sufrimientos y me he visto impotente para solucionar los problemas, pensando que no podría superar esas situaciones. En estos momentos no me ha quedado más remedio que volverme a Él y gritarle como el ciego de Jericó: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” (Lc 18,38), y en medio de las tormentas que he vivido, angustiado porque mi vida no me gustaba, por la enfermedad de mi hijo, en la oscuridad total por mi falta de fe, etc., siempre ha aparecido Jesús diciéndome: “¡Ánimo!, que soy yo; no temas” (ver Mt 14,27).
Cada vez que la vida me ha hecho frente y me ha hecho sufrir ha sido una gracia, un regalo de Dios, porque de cada prueba mi fe ha salido fortalecida. Donde yo creía que me iba a morir, que no lo iba a poder soportar, apareció Jesucristo, vencedor de la muerte y Señor de la historia, enseñándome con infinita ternura y paciencia que Él es la vida y mostrándome cómo llegar hasta Él; “me libró porque me amaba”.
No puedo decir como el salmista que “le fui enteramente fiel, guardándome de toda culpa”, porque sigo sometido a muchas debilidades. Mis pecados me arrastran muchas más veces de las que me gustaría, pero incluso de ellos se vale Dios para sacar algo bueno, porque “Él humilla los ojos soberbios” y se inclina hacia el humilde. No es que esté bien pecar, pero sí que los pecados nos ayudan a conocernos a nosotros mismos y, una vez habiendo experimentado la debilidad, podemos volvernos a Dios para que “alumbre nuestras tinieblas” con la luz esplendente del perdón y la misericordia.
Me consuelan especialmente las palabras de San Agustín en el pregón pascual: “¡Oh, feliz culpa!, que mereció tan grande Redentor”; si no hubiera cometido pecados, no sabría cómo me ama Dios y cómo me perdona; todo se habría quedado en pura teoría. Por el contrario, el perdón regenera mi vida y me da la capacidad de hacer cosas que antes me resultaban imposibles. Comprendo, pues, las palabras del salmo: “Fiado en ti, me meto en la refriega; fiado en mi Dios, asalto la muralla”, porque todo es gracia suya; con ella se puede sostener el buen combate de la fe aunque nos falten las fuerzas porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad del hombre, como dice San Pablo: “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2Co 4,7).