«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos, terminada la travesía, tocaron tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, algunos lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos». (Mc 6, 53-56)
Jesús había subido a la montaña para rezar (Mc. 6,45-46). Después, va al encuentro de los discípulos, que estaban en la barca, y camina sobre las aguas. Jesús les habla: “¡Ánimo, no tengáis miedo!” (Mc 6,47-52). Y, terminada la travesía, estando ya en tierra, se difunde la noticia de que ha llegado Jesús y todos desean verle. Quieren que sane sus enfermedades y llevan a otros muchos enfermos en camillas. Relata el evangelio que “…colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos”.
Se muestra el entusiasmo con el que la gente sigue a Jesús. Acuden a escuchar su palabra y a que cure sus enfermedades. Cristo transmite la Buena Nueva de Dios, y acoge y sana a los enfermos, en cualquier lugar y con cualquier ocasión: por el camino, en la montaña, en el mar, en la sinagoga, en plazas y aldeas… Enseñar y curar o curar y enseñar es el binomio que vemos en la actividad pública, apostólica, de Jesús.
Hoy, como entonces, estamos necesitados de ser curados por Jesús. Pero lo primero que necesitamos es sentirnos enfermos, y no solo aquejados de cualquier enfermedad física. ¿Estamos abatidos, desconsolados, cansados? ¿Nos sentimos solos, sin esperanza, desorientados? ¿Queremos salirnos del camino, bajar de la barca de la Iglesia e introducirnos en el tipo de vida que el mundo nos ofrece? Si nos sentimos en cualquiera de estas situaciones, tenemos que acudir a Cristo, implorarle, pedirle que nos cure y con su amor misericordioso poder reiniciar el camino con paz y esperanza.
O tal vez es una situación de pecado la que nos paraliza y nos deja caer más y más en el abismo; un pecado sucede al anterior y cada vez la bola de nieve de nuestros pecados se hace más grande, se agiganta, y nos hace perder la perspectiva del amor de Dios. Entonces también hemos de volvernos a Cristo, pedir que nos acoja entre sus brazos y que nos lleve de la mano, como a niños pequeños. Es la conversión: volvernos a Cristo, con la certeza de que Él es el único que puede operar la verdadera transformación de nuestro corazón, de nuestra vida.
Hoy, fiesta de Santa María de Lourdes, se cumplen 155 años de uno de los acontecimientos de mayor esperanza en la iglesia contemporánea: la aparición de la Virgen María en la gruta de Lourdes. El Santuario de Lourdes es un icono que reúne sufrimiento y esperanza. Pero en el centro está la fe, una fe que muestran los millones de personas que cada año acuden a Lourdes en busca de curación. Miles van en camilla, en sillas de ruedas, llevados por quienes les portan. Pero los más acuden con el anhelo de una curación más profunda, una curación interior que les ayude a seguir caminando en sus vidas. Como en el lago, cuando Jesús caminaba sobre las aguas, Juan Pablo II invitó a todos los cristianos a no tener miedo, a abrir nuestras vidas a Cristo, a gozar de la esperanza. Y para ello nos invita a todos a proclamar la esperanza cristiana a esta generación que sufre, que vive angustiada por la falta de trabajo, por las noticias sobre la corrupción, por violencia extrema, por los suicidios de quienes van a ser desahuciados, por las brutales imágenes de la guerra o del terrorismo…
Hoy, que la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Enfermo, Cristo nos mira fijamente a los ojos, nos recuerda: ¡Yo te amo! Y nos pide que comuniquemos su Amor a quienes, a nuestro lado, yacen asolados por la desesperanza. Nos aguardan nuestros familiares, los compañeros de trabajo o, simplemente, personas en la calle, en la plaza, que probablemente no esperan nada de nosotros. Pero una palabra de ánimo, de aliento; una palabra en nombre de Cristo puede ayudarles a recobrar la esperanza perdida.
Nosotros, como los apóstoles, a pesar de nuestra condición de pecadores, también podemos hacer pequeños milagros cotidianos. Nuestra fe en Cristo, nuestra pertenencia gozosa a la Iglesia, es la única clave que hará posible nuestra misión. Pero necesitamos un equipaje, como los millones de peregrinos que acuden al santuario de Lourdes: la oración. No hay obras, no puede haber evangelización sin una profunda actitud orante. Tenemos que rezar continuamente, clamar a Dios, pedir cuanto necesitamos o aquello que vemos que precisa nuestro prójimo. Rezar sin descanso, con la confianza de un niño pequeño en su padre. Incluso animar a quienes no creen a poner sus vidas en manos de Dios. Transmitir al otro nuestra confianza. En el profundo misterio del dolor, del sufrimiento, no estamos solos. Y nuestra Madre, la Virgen María, hoy Nuestra Señora de Lourdes, intercede al Padre por nosotros.
Juan Sánchez