Europa en general y España en particular se encuentran sumidas en el dolor, que como una mancha de aceite se va expandiendo en todas las direcciones. No se trata solamente de la situación económica que golpea a tantas familias sembrando inseguridad, nerviosismo, angustia y desesperación tanto a los cabezas de familia, que se ven incapaces de llevar adelante a los suyos, teniendo que recurrir a la pensión de los abuelos para poder subsistir o a los centros de caridad, como a los jóvenes, que no pueden encontrar un puesto de trabajo y ven frustrados sus proyectos e hipotecado su futuro. Existe una realidad más profunda y básica que está minando la sociedad europea envolviéndola en un manto de oscuridad e incertidumbre, que corroe el alma de Europa y la está precipitando, poco a poco, en el abismo.
No hay futuro sin metas y aquel depende del valor de estas. Europa fue grande cuando grande fue su fe. Entonces tenía alma, había esperanza y sentido en cada circunstancia. En los momentos prósperos supo y pudo llevar a cabo grandes empresas políticas, científicas y culturales, asombrando al mundo y levantando la antorcha del progreso; en los momentos difíciles, tenía esperanza y mostraba la grandeza de asumir con sentido el sufrimiento propio y responder solidariamente al sufrimiento ajeno porque veía en la dimensión espiritual la realidad propia del ser humano. Sabía que venía de Dios, era llamada por Dios y se encaminaba a Dios. Todo, entonces, tenía una razón de ser, y cuando un hombre encuentra el sentido de los acontecimientos, vive de la fe y de la esperanza que le lleva a amar.
la Creación gime
Pero ahora Europa está perdiendo la fe y se está quedando sin alma. Y cuando se pierde el alma, todo se viene abajo. No hay grandes ideales por los que trabajar, todo se torna monótono, pesado y aburrido; nada encuentra sentido y el dolor se expande, atenaza y ahoga el alma de Europa. Al ir desapareciendo los grandes ideales, los que quedan se tornan rastreros. Al no haber grandes empresas que abordar, pocos se sienten comprometidos y, acostumbrados a una vida fácil que nada les ha costado –pues fue alcanzada gracias al esfuerzo de los que les precedieron– los europeos se han habituado a exigir derechos sin la contrapartida de las obligaciones.
Los evangelios nos narran la venida de Jesús a su casa de Nazaret después de haber estado recorriendo los caminos de Galilea, anunciando la Buena Nueva y sanando a los enfermos, pero, a pesar de la expectativa con la que fue recibido por sus conciudadanos, estos estaban llenos de prejuicios y no estaban dispuestos a aceptar que aquel al que habían conocido como uno más en el pueblo fuera el enviado de Dios, por ello no pudo hacer ningún milagro por su falta de fe. Hoy, Jesús viene a Europa, que es su casa. Si su cuna estuvo en Israel, fue en Europa en donde encontró su hogar y en donde la fe en Jesús el Cristo alcanzó las cotas más altas, disipó las tinieblas del error y la superstición, animó la caridad, le dio alma e hizo grande a Europa entre todos los continentes de la tierra. Y sin embargo hoy, Europa está abandonando la fe que cimentó su grandeza. Su alma está languideciendo, anda perdida y no acaba de encontrar el lugar que le corresponde en el concierto del mundo.
Europa está en decadencia y el nivel del sufrimiento está subiendo de modo alarmante: gente sin trabajo, matrimonios destrozados, hijos que crecen sin alguno de sus progenitores, madres constreñidas por el ambiente a abortar a sus hijos no nacidos, vidas humanas aquejadas por algún tipo de deficiencia que son infravaloradas por las exigencias utilitaristas y competitivas de la sociedad y tantas otras lacras que se pueden constatar a diario.
como en los días de Noé y Lot
¿Por qué todo esto? Los políticos, sociólogos y economistas aducen diversos motivos, pero olvidan lo fundamental. Europa se encuentra en esta situación porque ha abandonado la fe en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo. Ha olvidado la dimensión espiritual y eterna del hombre; ya no reconoce a Dios en la propia persona, llamada a la comunión y al don de sí, ni ve a Cristo en la persona del otro, digna de ser respetada y amada por sí misma.
Pocos están dispuestos a perder su vida para ganarla de nuevo. Está desapareciendo el don, queda la exigencia. Las personas, y esto lo vemos en la fragilidad de los matrimonios, ya no se aman, no se donan gratuitamente el uno al otro, sino que el otro queda reducido a objeto útil del que uno se sirve mientras le aprovecha. Y cuando el otro ya no responde a las expectativas, se le abandona como objeto inservible y, como no se soportan, se recurre al divorcio fácil, que lo único que consigue es destrozar a cónyuges y a hijos, dejándoles secuelas para toda la vida.
Dada la exigencia utilitarista de la sociedad, el ser humano es pasado por la criba y seleccionado, de modo que el no válido –niños por nacer con malformaciones congénitas, enfermos incurables, persona ancianas inservibles…– son desechados por esta sociedad y, de forma vergonzante, empleando eufemismos, se recurre sin más a la selección de los válidos y al rechazo de los defectuosos e improductivos. Se da vía libre al divorcio, se abortan los hijos no deseados sometidos a la simple ley del deseo de la madre o los intereses de los familiares, se recurre a la eugenesia y eutanasia para desechar los “productos” defectuosos o deteriorados, prácticas todas ellas que proporcionan nuevos y mayores sufrimientos.
Cuando el hombre olvida su dimensión trascendente queda atado exclusivamente a las cosas de este mundo, que no es precisamente un lugar de bonanza y felicidad, por eso busca ansiosamente ser feliz o, dada la precariedad de las cosas de la tierra, simplemente pasarlo bien. No nos debe por ello extrañar la corrupción que encontramos a cada paso, que banqueros sin escrúpulos busquen su enriquecimiento personal aunque sea a costa de los demás; que la delincuencia a grande y pequeña escala se enseñoree de las calles; ni nos debe sorprender la apatía, veleidad y rebeldía de los jóvenes; pues a todos se les ha quitado el cielo, y solo se les ha dejado esta tierra, que no es precisamente un paraíso, sino una estepa en la que cada cual ha de ganarse el pan con su propio esfuerzo. Y ya se sabe que en la estepa solo crecen cardos y espinas, por eso nuestra sociedad es dura, competitiva y violenta, y no debe extrañarnos que la angustia, la depresión o la apatía se depositen como un pesado manto sobre los hombros de la sociedad.
Cristo es nuestra redención
Lo que necesita Europa es recuperar su alma, volver a Cristo. Puede parecer una solución utópica hoy en día, pero cualquier otro de los remedios que se están aplicando con carácter de urgencia, serán, si resultan efectivos, meras curas de urgencia mientras no se aborde el problema crucial, y solamente Cristo tiene el poder de imponer las manos y sanar los enfermos.
La convaleciente Europa ha de reconocer a Cristo si quiere recuperar su posición en el mundo, de lo contrario, seguirá el invierno demográfico. La persona humana, sin la dignidad que le viene de Dios, seguirá perdiendo valor, se acabará imponiendo la selección genética de los más aptos y una Europa envejecida y sin espíritu será presa fácil de otros pueblos más dinámicos que, aunque equivocados, defienden sus convicciones.
La Iglesia debe seguir ejerciendo su misión profética en esta sociedad. No importa que su voz sea rechazada, no puede dejar de advertir, exhortar y señalar los caminos que llevan a la salvación. Cristo ya los trazó hace mucho tiempo, sus discípulos han de continuar su labor, aunque, presumiblemente, su suerte llegue a ser la misma que la de su Maestro, pero, justamente en ella y por ella se opera la redención.