En nuestra sociedad y en nuestras leyes conviven de mala manera dos ideas o concepciones sobre qué es el matrimonio: la que más o menos se atiene a la visión clásica de fuerte impronta cristiana y la que lo identifica con una mera expresión pública de la autonomía afectiva de las personas. Intentar hoy hablar sobre la regulación sobre el divorcio sin antes ponernos de acuerdo sobre de qué hablamos cuando decimos «matrimonio», es absurdo y no puede llevar a ningún sitio. A la par, se me plantea la hipótesis de que —a lo mejor, o ¡a lo peor!— no hay que hablar de una única regulación del divorcio si antes no podemos coincidir en una única regulación del matrimonio.
Los criterios que deberían ser tenidos en cuenta para plantear la regulación del matrimonio y, en su caso, el divorcio, en la España de hoy, convendrían basarse en las siguientes consideraciones:
a) La unión entre hombre y mujer (no hablo del encuentro sexual ocasional) tiene una evidente dimensión jurídica, pues genera un haz de relaciones entre las partes que adquiere dimensión pública por su estructural apertura a la vida. Hay una juridicidad natural de lo que siempre hemos llamado matrimonio, porque ahí suele producirse el origen de la vida, y en esta la sociedad en su conjunto tiene un evidente interés, donde además aparece o puede aparecer un tercero muy desvalido, el niño, que no es una cosa privada susceptible de ser abandonada a la esfera del mero interés particular de sus progenitores. Por eso me parece —y esta ha sido la conciencia jurídica común y constante de la humanidad— que el matrimonio tiene una clara vocación a ser regulado por la ley en clave que supera a la del mero contrato, por afectar —al menos potencialmente— a terceros: los niños, en primera instancia; la sociedad en su conjunto, a la postre. Como la ruptura del matrimonio forma parte del matrimonio, el divorcio es también algo que debe ser contemplado por el derecho en las mismas claves intelectuales.
b) A la sociedad le interesa promover e incentivar el clima más eficiente y eficaz en términos de justicia en todas las instituciones. Por eso, la regulación del matrimonio debería apostar por su estabilidad y permanencia en el tiempo, pues (los estudios son unánimes y concluyentes, aparte de lo que indica el sentido común) los datos acreditan un mayor bienestar, especialmente para los niños, en las familias estables. Contraargumentar casos concretos en sentido contrario no es razón suficiente para refutar esta pretensión: frente a absolutamente todas las leyes se puede contraargumentar así, pues —como he indicado más arriba— las leyes se hacen para los grandes números, para lo que es más habitual. Para las excepciones, para las singularidades, están los tribunales encargados de hacer justicia en el caso concreto.
c) Cómo sea razonable apostar por la estabilidad del matrimonio en una época y país concreto es algo siempre discutible y cambiará según los tiempos y la solidez moral de cada sociedad. Uno de los valores morales de la ley es que se pueda aplicar. Aprobar leyes (teóricamente) perfectas para hombres perfectos que sean inaplicables por el estado moral de la sociedad no es algo bueno, sino algo malo, pues degradaría el valor del derecho, que es también un valor moral. Solo respecto a bienes absolutos —como la vida humana inocente— se puede y debe defender que solo hay una ley justa: la que protege sin excepciones. No es el caso de la indisolubilidad del matrimonio: la mejor prueba es que hasta Dios admitió excepciones atendiendo a la dureza de corazón de los ciudadanos, según dejó dicho Cristo cuando se le preguntó —ante su afirmación de la indisolubilidad del matrimonio— por qué Moisés había permitido el repudio.
perplejidades ante la legislación vigente en España
Una atenta consideración sobre la legislación vigente en España desde 2005 (ley del «divorcio exprés») me genera cierto estupor intelectual por —entre otras cosas— lo siguiente:
a) El matrimonio es el único contrato que en nuestro ordenamiento jurídico puede ser resuelto unilateralmente por una de las partes sin alegar causa alguna, y aunque la otra parte se oponga, a partir del tercer mes de su suscripción (de la boda). Es decir, el matrimonio, de hecho, es menos que un contrato.
b) Vista esta facilidad para romper el compromiso matrimonial, puede decirse que, de facto, hoy entre matrimonio y pareja de hecho no hay prácticamente ninguna diferencia (la única es el plazo de tres meses; pero ¿qué relación “de hecho” nace con vocación de durar menos de tres meses?).
c) ¿Qué pensaríamos si se aplicase este régimen de ruptura unilateral sin causa y en tres meses, a la compraventa, al contrato de trabajo o al arrendamiento de vivienda, por ejemplo? Seguro que todos diríamos que ahí hay algo que no es muy razonable.
d) Curiosamente el ordenamiento jurídico exige unos requisitos para contraer matrimonio muy fuertes (forma pública, impedimentos, edad mínima, registro público, etc.); más fuertes que para el común de los contratos. Y, sin embargo, para romper ese contrato, sucede todo lo contrario: facilidades mayores que para el resto de los contratos. Nueva perplejidad.
e) Parece que nuestras leyes han pasado de una institución que era más que un contrato a algo indefinido que es menos que un contrato. ¡Curiosa evolución!
f) Por otra parte, desde la misma fecha (2005) se abre el matrimonio a la unión de personas del mismo sexo a través de una ley que en su exposición de motivos dice que lo que define al matrimonio es el amor. Resulta así que… ¡ahora las leyes regulan el amor!: ni en las épocas más intransigentes y clericalizadas de la historia parecía posible esta intromisión del derecho en la afectividad y sexualidad particulares. Si alguien quiere profundizar en esta curiosa percepción del matrimonio como afectividad de dos entidades abstractas de cuyo sexo no se habla, puede leer el fundamento jurídico noveno de la sentencia del Tribunal Constitucional del pasado 6 de noviembre de 2012 sobre la definición constitucional de matrimonio (la conocida periodísticamente como «sentencia sobre el matrimonio homosexual»). Según esa sentencia el matrimonio es “comunidad de afecto que genera un vínculo o sociedad de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de esta institución y que voluntariamente deciden unirse en un proyecto de vida familiar, prestando su consentimiento respecto de los derechos y deberes que conforman la institución y manifestándolo expresamente mediante las formalidades establecidas en el ordenamiento”. Según tal sentencia, “la igualdad de los cónyuges, la libre voluntad de contraer matrimonio con la persona de la propia elección y la manifestación de esa voluntad son las notas esenciales del matrimonio”.
g) La actual regulación del divorcio implica que respecto a este contrato la ley protege el derecho a romperlo, pero no protege el derecho a defender su vigencia. Esto no sucede con ningún otro contrato. Solo hay «acción» (en el sentido procesal del término) para divorciarse; no existe «acción» legítima para defender el matrimonio a partir del tercer mes desde la boda. Este es un fenómeno jurídico absolutamente singular y sin precedentes.
h) Por lo mismo, quienes se casan con voluntad de que su compromiso sea irrevocable o —al menos— con la voluntad de que no quepa la resolución unilateral y sin causa de su compromiso, están desamparados por el ordenamiento jurídico, pues no pueden acudir a los tribunales para defender su relación jurídica libremente asumida y pactada. Estos tales son «alegales». Yo soy uno de ellos: a mí la ley me impone el carácter «divorciable» de mi matrimonio, aunque esto no es lo que queremos y hemos pactado mi mujer y yo. ¿Por qué en nombre de la libertad se me priva a mi de la protección legal a mi matrimonio tal y como lo queremos mi mujer y yo? Y ya sé que no somos «ilegales» sino solo «alegales», pero esto no me consuela.
Mi conclusión a la luz de lo anterior es que en nuestra sociedad y en nuestras leyes conviven de mala manera, dos ideas sobre el matrimonio: para una, la configuración dual hombre-mujer, la apertura a la vida y la estabilidad, son notas o características esenciales, notas que están mutuamente interrelacionadas: ninguna de ellas se entendería ni se podría justificar aisladamente; para la otra, se trata solo de afectividad y colaboración interpersonal que se acoge —no se sabe muy bien por qué ni para qué— a un formalismo legal llamado boda (esta es la definición de matrimonio de la sentencia del Tribunal Constitucional antes citada del pasado mes de noviembre).
Además, me parece claro que esta dualidad de concepciones no solo está presente en las leyes, sino también en la conciencia y la vida de los ciudadanos.
A la luz de esta conclusión, se me hace evidente que intentar hoy hablar sobre la regulación acerca del divorcio sin antes ponernos de acuerdo sobre qué hablamos cuando decimos «matrimonio», es absurdo y no puede llevar a ningún sitio. No podemos hablar de una única regulación del divorcio si antes no se coincide en una única regulación del matrimonio.
una propuesta: crear el matrimonio opcional serio sin suprimir el “contrato basura” actual
Si la conclusión expuesta es correcta, la opción legislativa posible hoy es reflejar en las leyes ambas concepciones del matrimonio y, en consecuencia, las correspondientes visiones del divorcio. En efecto:
a) Dejar en la ley solo la segunda de las concepciones del matrimonio, como sucede hoy, me parece una injusticia con quienes nos tomamos mucho más en serio el matrimonio y no nos identificamos con el «contrato basura» hoy vigente en España bajo el nombre de matrimonio. Además esta opción implicaría renunciar a mejorar el ideal ético al que deben aspirar las leyes respecto a una institución absolutamente esencial para la sociedad; sería acostumbrarse a su degradación para siempre como si fuese irremediable, pues las leyes del divorcio generan divorcio y ambos —leyes y divorcios— generan mentalidad divorcista que a su vez facilita e incentiva nuevos divorcios. Rendirse ante este círculo vicioso no me parecería sensato.
b) Imponer por ley un matrimonio indisoluble o de divorcio-remedio para causas y supuestos muy serios, haría esa ley inaplicable para gran parte de nuestros ciudadanos, dado que son hijos de nuestra época: la época de la mentalidad divorcista generada por las leyes preexistentes. Como dije antes, las leyes deben poder aplicarse; deben ser exigentes y «tirar hacia arriba» de los ciudadanos, pero dentro de lo posible. Pertenece a la prudencia del legislador —o del opinante— valorar el grado de bien ético que la ley puede intentar exigir a los ciudadanos.
Por ello, mi propuesta es introducir libertad en esta materia creando distintas opciones entre las cuales los ciudadanos puedan elegir para que con el tiempo, si los ciudadanos responden con altos niveles de exigencia, el trasvase hacia la mejor de las opciones vaya recreando en nuestra sociedad el clima moral pro matrimonio que permita que la opción del «contrato basura» vaya vaciándose de contenido. La clave última de la renovación humanista de nuestra sociedad no está en las leyes, sino en las personas; pero como las leyes tienen gran fuerza pedagógica en la conformación de la conciencia colectiva, conviene que las leyes no solo recojan la peor opción, sino que acojan también la mejor posible en cada momento.
En concreto, sugiero que, junto al actual matrimonio por tres meses con divorcio exprés, se cree en paralelo la opción de un matrimonio mucho más serio, con compromiso jurídicamente exigible de estabilidad en el tiempo; y con dos variantes según la voluntad contractual de los contrayentes: matrimonio indisoluble o matrimonio con posible divorcio solo por causas de gravedad relevante acreditadas judicialmente y con plazos largos que permitan excluir posibilidades de arreglo antes de conceder el divorcio.
Correspondería a los contrayentes dejar constancia en el momento de la boda tanto si se casan por lo civil como, antes de la inscripción en el registro civil, si se casan en forma religiosa, del régimen jurídico que desean para su matrimonio dentro de los legalmente previstos, de tal forma que tal circunstancia conste en la inscripción y sea exigible jurídicamente.
Para entender esta solución debe tenerse en cuenta que el divorcio no arregla los problemas de la convivencia; esos problemas —si son graves y exigen el cese de la convivencia— los arregla la separación que debe estar prevista en cualquier caso. Lo que arregla el divorcio es la posibilidad de volver a casarse, no los problemas derivados del matrimonio preexistente.
El interés público —el bien de los niños, por ejemplo— puede exigir la separación, pero nunca exige el divorcio. Por ello contraer matrimonio con voluntad de excluir el divorcio o de dificultarlo no parece atentar contra ningún interés general. De hecho existe jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que establece que la prohibición del divorcio no viola ningún derecho fundamental de la persona de los regímenes recogidos en la legislación internacional en la materia.
De esta forma se respetaría mejor la voluntad de los que se casan, si estos lo hacen con la condición de que es para siempre como hacemos muchos o la voluntad de quienes desearían que, si hay problemas, la ley los incentive a arreglarlos y no que los empuje a la ruptura definitiva; además, con esta fórmula, no se violentaría a nadie. Gana la libertad y gana el matrimonio en la concepción más tradicional y exigente que reaparecería en la legalidad, saliendo así del actual estatus de alegalidad en que vive; y el futuro de ambas concepciones del matrimonio (y por tanto del divorcio) no sería resuelto de forma unilateral por el Estado, sino por la libertad de los ciudadanos al optar por casarse bajo uno u otro de los regímenes jurídicos posibles.
En otras ramas del derecho ya existen regulaciones similares y no sucede nada negativo. Por ejemplo, en el derecho laboral existen los contratos indefinidos, los temporales, etc.
Una última aclaración: esta propuesta se refiere al ámbito de la legislación civil o estatal sobre el matrimonio; nada tiene que ver con la regulación canónica católica. No se trata de que haya un matrimonio civil y otro para los católicos, pues eso implicaría un privilegio y los privilegios jurídicos me repugnan.
Benigno Blanco
Presidente del Foro Español de la Familia