«En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?”. El les respondió: “¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne»? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Ellos insistieron: “¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse?”. Él les contestó: “Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer -no hablo de impureza- y se casa con otra, comete adulterio”. Los discípulos le replicaron: “Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse”. Pero él les dijo: “No todos pueden con eso, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos. El que pueda con esto, que lo haga”». (Mt 19,3-12)
La pregunta inicial que se le hace a Jesús en este pasaje sitúa el episodio en su auténtico contexto. Los fariseos no le preguntan a Jesús si le es lícito a un hombre repudiar a la mujer, sino si le es lícito hacerlo «por cualquier motivo». Para el judaísmo, era evidente que un hombre podía repudiar a su mujer: estaba contemplado en la Ley. Lo que se discutía era el motivo del repudio.
En la época de Jesús existían dos escuelas en la interpretación de la Ley. Una, la del maestro Hillel —más liberal—, era de la opinión de que el repudio podía ser casi por cualquier motivo, por nimio que fuese (por quemar la comida al marido, por ejemplo), interpretando con manga muy ancha el principio bíblico expresado en Dt 24,1: «Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, y le escribe el acta de divorcio…». En cambio, la escuela del maestro Sammay —más estricta— interpretaba mucho más restrictivamente el mandato bíblico: solo en caso de adulterio se podía repudiar a la mujer. Así pues, lo que le están preguntando a Jesús en realidad es con cuál de las dos escuelas se identifica.
Y Jesús responderá, como algunas otras veces en el evangelio, zafándose de la pregunta concreta y yendo a la raíz del asunto. Para ello apela al texto de Gn 1-2, un texto también de la Torá, pero anterior al de las prescripciones legales aludidas por los fariseos (Ex 21; Dt 24). En la antigüedad regía el principio de que lo antiguo era superior a lo moderno, por eso Jesús remite al designio primigenio de Dios: que el hombre y la mujer sean «una sola carne». Jesús se mueve en el terreno de los principios y los ideales, no del derecho. No obstante, en este texto de Mateo se abre paso una excepción (muy acorde con la escuela de Sammay): no hay posibilidad de repudio excepto en caso de «unión ilegítima». Se trata de una interpretación del término griego porneia, que en otras versiones se traduce por «adulterio», y que también podría referirse a relaciones consideradas incestuosas.
Los discípulos, que parecen pensar como «hillelitas», cuestionan entonces el matrimonio por su dificultad. Pero Jesús les ataja inmediatamente: el celibato —con la fuerte alusión a los «eunucos»—, que es la alternativa, no puede ser una «opción por descarte». Es un don que hay que vivir «por el reino de los cielos».
Así pues, dos formas de vida —matrimonio y celibato–, que cuentan con la bendición divina y que, cada uno a su modo, están llamados a ser fecundos. Así lo anuncia la profecía de Isaías con respecto a los eunucos: «A los eunucos que observan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad y mantienen mi alianza, les daré en mi casa y dentro de mis murallas un monumento y un nombre mejores que hijos e hijas, un nombre eterno que no será extirpado» (56,4-6).
Pedro Barrado