«En aquel tiempo, Jesús vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Los fariseos y los escribas dijeron a sus discípulos, criticándolo: “¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?”. Jesús les replicó: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” ». (Lc 5,27-32)
Al comienzo del tiempo litúrgico de la Cuaresma, la Palabra de Dios nos pone hoy el relato de la vocación del apóstol Mateo como un paradigma de lo que significa convertirse y seguir a Jesucristo, que es el programa que la Iglesia nos ha presentado el Miércoles al imponernos la ceniza y decirnos: “Convertíos y creed en el Evangelio”.
El evangelista nos narra —sumarialmente— la vocación de Mateo, llamado “Leví, el de Alfeo” (Mc 2, 14), personaje conocido en Cafarnaúm y poco apreciado por sus habitantes debido al puesto de trabajo que desempeñaba: recaudador de impuestos. Los publicanos eran una especie de funcionarios que trabajaban al servicio del poder romano, a quienes el cargo ejercido con extorsión, les granjeaba el desprecio público; en general, eran mal vistos por el pueblo, considerándolos como personas a quienes sus costumbres personales y su profesión de mala nota hacían impuras y con las que no se debía tratar. Eran particularmente sospechosas de no observar las numerosas leyes relativas a la alimentación y de llevar una vida un tanto disoluta. Sin más, eran considerados como pecadores, de hecho cuando Jesús entró a hospedarse y comer en casa de Zaqueo, que era jefe de publicanos, “al verlo, todos murmuraban diciendo: ´Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador`” (Lc 19, 7).
En el caso del encuentro con Mateo, Jesús va más allá. Él lo va a llamar para hacerlo discípulo suyo y lo va a buscar en su mismo lugar de trabajo: “Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: ´Sígueme`. Él se levantó y le siguió” (Mt 9, 9), “dejándolo todo” apostilla el evangelista Lucas 5, 28. En un solo versículo, el evangelista nos narra toda la experiencia de elección y respuesta, sin dilación, de la vocación de Mateo.
¿Qué experimentó, Leví, en su corazón, ante la llamada de Jesús? Fundamentalmente algo que nunca había experimentado, se sintió acogido, amado y perdonado por Jesús y esto bastó para que se abriera sin reservas a su palabra, a su invitación y a su persona: “Él se levantó y le siguió”. Con estos dos verbos, levantarse y seguir se nos está indicando todo el dinamismo interior del proceso de conversión que transformó el corazón de Mateo y que ha de transformar, también el de todos los bautizados durante este tiempo de gracia y conversión que es la Cuaresma.
Levantarse o, mejor, dejarse levantar, es la actitud propia de aquel que escucha la voz de Dios y deja que su corazón sea transformado por la gracia. Inmediatamente se pone en movimiento, sale de sí mismo para ser acogido por Aquel que le llama a vivir como hijo y como discípulo. Es el caso de la trama interna del relato que reproduce la secuencia del encuentro entre la misericordia de Dios y la miseria del hombre, paradigmáticamente, tan bien descrita por el evangelista Lucas en la parábola del hijo pródigo (15,11-32). En ella nos encontramos con un joven que se aleja de la casa del Padre por idolatrar el dinero y a sí mismo. Pero también con la experiencia de sentirse muerto en vida, el deseo de levantarse para ponerse en camino y la acogida misericordiosa del Padre sellada con una gran fiesta con banquete incluido.
En la llamada a Mateo también se sella este dulce encuentro con una gran fiesta: “Estando él a la mesa en la casa, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos” (Mt 9, 10). Sí, la conversión y llamada de Mateo y la fiesta con la que inaugura su condición de discípulo de Jesús nos hacen comprensible este dicho de Jesús: “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15, 7).
En este sentido, el relato de la llamada al discipulado de Mateo es una Palabra de Dios, para nosotros hoy. Jesús nos está invitando a salir, con palabras del Papa Francisco, al encuentro de todas las periferias humanas (geográficas, sociales, morales y culturales) para ofrecerles, en gratuidad, el Evangelio del perdón y la misericordia a todos, rompiendo muros, barreras, clichés y prejuicios. El Papa nos ha recordado que “la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (nº 47).
El tiempo de Cuaresma nos invita a salir: salir de la seguridad en nosotros mismos y nuestros proyectos, de nuestros pecados e idolatrías para pasar al proyecto de Dios sobre nuestra vida, para experimentar el poder transformador de la Gracia en nuestros corazones. Cuaresma es tiempo para poner nuestras comunidades y a nosotros mismo en actitud de éxodo, de intemperie en el camino, de dejar que Dios nos guie, nos conduzca hacia la Pascua. El Papa Francisco nos lo recuerda reiteradamente: “Salgamos, salgamos… Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (cf. Evangelii gaudium, nº 49).
Mateo hizo esta misma experiencia de “salida”: dejó su despacho de impuestos y se puso en camino tras las huellas de Jesús, el Buen Pastor, para vivir el Misterio Pascual. Y, tú, ¿cómo vas a responder a la llamada de Jesús que te dice: “Sígueme”?
Juanjo Calles Garzón