En aquel tiempo, dijo el Señor: -« ¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, a quienes mataron vuestros padres! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron, y vosotros les edificáis mausoleos. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: “Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos de ellos los matarán y perseguirán”; y así a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis impedido!». Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo implacablemente y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarlo con alguna palabra de su boca. Lc 11,47-54
En el Evangelio de Juan leemos que Jesús “no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía lo que hay en su interior” (Jn 2,25). Sí, la mirada del Hijo de Dios atraviesa nuestro cuerpo y alcanza el corazón descubriendo sus sentimientos e impulsos. En el Evangelio de hoy le vemos sacando a la luz la mentira, no ocasional, sino institucionalizada, que habita en el corazón de todo hombre que se deja, primero tocar y, a continuación, ser habitado por Él. Es mentira, es violencia, es prepotencia, no cuidar nuestro corazón con toda la destrucción de la que es portador a causa del pecado original. Jesús tiene palabras muy fuertes hacia aquellos pastores que frenan la esperanza de quienes acuden a ellos en búsqueda de la Verdad.