¿Cómo será el amor cuando me muera? ¿Será su esencia perceptible, lúcida, tierna, ardiente, concebible…? Todos esos términos que conozco, son extraídos de sensaciones de aquí. Pero el amor de allá, dice la fe, que «siendo el premio que Dios tiene preparado a los que lo conocen», no puedo ni imaginarlo siquiera. Me basta con saber que es, que ya es, y seguirá siendo, aunque ahora no pueda definirlo, porque tampoco tengo la palabra exacta que tendré entonces. Aquí tengo buena palabra, para las cosas de aquí. Pero en la plenitud del amor, tendré la misma Palabra de Dios que me ama, para decirle a Él y a los hermanos, que yo también los amo.
Cuando todos «los montes humeen», como dice el salmo, destapando el centro de la tierra, sabremos que el final está muy cerca, en el principio, llamando a la puerta. Los montes son los hombres sabios que han llegado a le fe madura. Su humo, es el resultado de su oración constante, y de su expresión en palabras que nos llegan al corazón. El centro de la tierra es el Espíritu bendito de Jesús, que nos lo consiguió con su entrega total. El centro de la tierra prometida, es, ni más ni menos, que el amor con el que fue capaz de afrontar su muerte y su resurrección, y ahora nos espera más allá de nuestra muerte.
Noviembre es el mes de repasar nuestra esperanza. En su formulación y en su contenido. La muerte del cuerpo nos afecta a todos, ¿Y la vida del alma que separada de su cuerpo, vive eternamente? Morir en Cristo, en su gracia, tiene una consecuencia precisa en nuestra fe.
El credo del beato Pablo VI, en el año de la fe 1975, lo decía así:
«28. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.
«29. Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es, y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza”.
«30. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.»
Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.»
¿Qué más puede decir uno? Os invito a releer despacio. Doy testimonio del bien enorme que me hace repasarlo cada día en noviembre.
Manuel Requena Company