Acude a mi memoria un episodio que sucedió cuando era adolescente. Un buen día, tendría yo unos trece años, acompañaba a mi padre, médico de profesión, en su recorrido de visitas a domicilio. Nos detuvimos un poco en casa de un matrimonio de primos suyos, que tenían un negocio de relojería en una calle del Madrid castizo cerca de “El Rastro”. Ambos eran cristianos evangélicos y más concretamente Antonio, el marido, que era pastor de su Iglesia. Mi padre se fue a realizar una visita a algún enfermo de la zona y yo me quedé con Antonio, quien sacó a colación el tema de la religión, criticando que los católicos no leíamos la Biblia y venerábamos a la Virgen María como Madre de Dios, lo que era para él una blasfemia.
A mí me sorprendió este planteamiento porque en casa se vivía cristianamente y nunca se polemizaba sobre temas religiosos. En esos momentos recordé el pasaje de la Anunciación y cómo en él se dice expresamente que el que nacerá “será llamado Hijo de Dios”. Así se lo dije a mi pariente, si bien yo estaba un poco turbado ante su vehemencia, porque él argumentaba que la interpretación de esta cita era más bien metafórica, o así al menos creo recordarlo después de tantos años. La conversación terminó cuando al cabo de un rato regresó mi padre y nos marchamos. Yo no le conté nada de lo sucedido; mi padre era muy poco dado a tratar de estos temas. Además, sus prácticas religiosas en aquella época eran las que mi madre indicaba, ya que mi padre colaboraba con ella plenamente en la educación de los hijos. Llegué nervioso a casa y busqué el ejemplar del Nuevo Testamento que guardaba en mi habitación. Releí ese pasaje repetidas veces hasta memorizarlo y, lo peor, no dejaba de lamentarme interiormente por mi inseguridad a la hora de defender mis afirmaciones. Pasaron los años, terminé mis estudios de medicina y las buenas relaciones con estos familiares transcurrían sin nuevas polémicas. Al morir mi padre, continué asistiéndoles profesionalmente, sin entrar en discusiones de tipo religioso, aunque hablábamos con total libertad. Con el tiempo, Antonio enfermó gravemente y su convalecencia hizo que comenzáramos a intercambiar opiniones religiosas. Como era una persona muy instruida y piadosa, me permití entregarle un folleto que contenía unas homilías del fundador del Opus Dei, San José M.ª Escrivá de Balaguer, sabiendo que su lectura le ayudaría en ese tránsito final. Él me lo agradeció y lo leyó con interés; en una posterior visita facultativa me manifestó su agrado por las homilías y reconoció el bien que le habían hecho a su espíritu. Sé que murió convencido de la grandeza de María y de la razón de su veneración por parte no sólo de los católicos, sino de todos los cristianos. Seguro que nuestra Madre se lo ha agradecido.