«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’”». (Mt 1,18-23)
La figura de la Virgen María nos acompaña a lo largo de todo el Año Litúrgico y está muy presente en la travesía de los meses veraniegos fundamentalmente en las solemnes liturgias de Ntra. Sra. Del Carmen (julio), la Asunción de María y María Reina (agosto) y la Natividad de la Virgen María (septiembre). En cada una de estas grandes fiestas celebramos la presencia protectora de la Madre en todas las circunstancias y caminos por los que transcurre nuestra existencia; en estas solemnidades aprendemos a mirar a Aquella que ya ha llegado a la meta de la peregrinación humana: el Cielo, desde donde sigue acompañando a sus hijos que habitamos en este “valle de lágrimas” con sus auxilios, socorros y gracias maternales.
Hoy, a comienzos del mes de septiembre, cuando todo quiere empezar a echar a andar —el curso político, escolar, pastoral, etc.—, elevamos nuestra mirada de nuevo a María y la contemplamos en el misterio de su nacimiento, de su “natividad”: ¿cómo no felicitarla y darle las gracias por ser la Hija predilecta del Padre, la Madre solícita del Hijo y la Esposa perfecta del Espíritu Santo?
Al contemplarla así, en el corazón del Misterio del Dios-Trinidad, la descubrimos como el paradigma, el modelo que cada uno de nosotros, hijos de Dios por adopción, estamos llamados a reproducir en nuestra vida. También, los bautizados, participamos del misterio de la “predestinación divina” como la Virgen María, que redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo y unida a Él de manera íntima e indisoluble, está enriquecida con este don y dignidad: es la Madre del Hijo de Dios. Por tanto, es la hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu Santo. Debido a esta gracia extraordinaria, aventaja con mucho a todas las otras criaturas del cielo y de la tierra.
Pero los cristianos participamos, también, de este mismo misterio tal y como nos recuerda el apóstol Pablo al decir que “a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8,29-30). Bajo el amparo maternal de María hemos de aprender a vivir como “hijos de Dios”.
María es la hija predilecta del Padre. Con su “sí” ha abierto a la humanidad para Dios. Unidos a su fiat podemos, los cristianos, abrir caminos de vida, esperanza y alegría para todos los hombres en esta hora de apuesta misionera que el Papa Francisco está alentando en toda la Iglesia. Él nos la presenta en Evangelii gaudium como la Madre de la Iglesia evangelizadora, porque sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.
María en tanto que mujer virgen, esposa y madre es hoy más que nunca un icono referencial para todos y cada uno de los bautizados. Descubrir y permanecer en la virtud de la castidad y virginidad como vocación y llamada personal al amor vivido en la Iglesia por medio del sacramento del Matrimonio es uno de los desafíos más decisivos que la pastoral catequética y moral tiene hoy planteados. La mirada y consagración al corazón inmaculado de la Virgen María, como Ella misma pidió a los videntes en Fátima, es un antídoto contra toda una mentalidad pansexualista que adobada de relativismo moral está haciendo estragos en las jóvenes generaciones.
María es la Madre del Hijo de Dios. En la escuela de María descubrimos el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Meditar los misterios “gozosos” significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la encarnación y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo evangelion, “buena noticia”, que tiene su centro, o mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, el único Salvador del mundo.
La Virgen María concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia.
María es el templo del Espíritu, la morada donde Dios ha puesto su Gloria y su Gracia. Ella se ha dejado habitar y conducir por el Espíritu Santo a lo largo de toda su vida y, unidos a Ella, podemos aprender que son hijos de Dios “cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios” (Rom 8,14) y “si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo” (8,9). El Papa Francisco nos pide a los católicos que seamos evangelizadores con Espíritu, es decir, que nos abramos sin temor a la acción del Espíritu Santo. A la madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial, empezando por cada uno de los que participamos en esta celebración del cumpleaños de María.
Ramón Domínguez