En el misterio pascual de Cristo, María ocupa un lugar semejante al de la Luna llena en el equinoccio de primavera: su disco entero y brillante inunda el cielo y la tierra de una luz fresca y nueva. Así, la noche prepara la Aurora que no tendrá ocaso. Cristo Jesús resucitó al amanecer del tercer día: ¡el domingo! O mejor dicho: amaneció el domingo al resucitar el Señor de entre los muertos al alba. Y María es, desde entonces y para siempre, la Madre del que vive por los siglos (Ap 1,17b-18).
El plenilunio de primavera significa un equilibrio o equinoccio entre la noche y el día: el invierno cede a un tiempo nuevo. Aparece en el cielo el signo del cambio a una vida renovada; también es el signo de una pascua, de la entrada a tiempos nuevos, porque lo antiguo ha pasado y todo se renueva (Ap 21,8.5a). En el plenilunio pascual la noche le susurra a la noche en un lenguaje que alcanza al orbe celeste entero un mensaje de renovación y de vida. Y poco a poco la Luna llena cede a la estrella de la mañana.
Cristo Jesús resucitó; María es, desde entonces y para siempre, la Madre del que vive por los siglos (Ap 1,17b-18). Pero ese “por los siglos de los siglos” no supone o equivale a un “para siempre” alejado de nuestros días, como una estrella fugaz se aleja de nosotros más y más… Por el contrario, viene a significar o a decir de otro modo que Él estará con nosotros hasta el último día. De tal forma, que la maternidad de María se origina en la Encarnación, encuentra en las Bodas de Caná (Jn 2,1-11) su vinculación definitiva al mesianismo de Cristo, en la cruz (Jn 19,25-27) se asocia plenamente a la obra redentora del mismo y adquiere una presencia en la Iglesia tan duradera como la del Resucitado en virtud de esta misma resurrección. María, madre del que vive, vive ella misma como Madre de la Iglesia, en medio de la Iglesia, cuanto la Iglesia perdure.
Mujer nueva, Fruto escogido de la redención
Las palabras de Jesús no son vacías: antes pasarán el cielo y la tierra, antes habrá un equinoccio de primavera sin Luna llena, que sus palabras resulten baladíes o falsas. San Pablo lo explica muy bien, escribiendo a la Iglesia de Éfeso (donde la Virgen pasó con San Juan unos años, ¡mira por dónde!): Dios Padre nos ha bendecido en Cristo con un verdadero derroche de Gracia dándonos a conocer el misterio de su voluntad, el plan que había proyectado realizar por Cristo en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra (ver Ef 1,3-10).
En la plenitud de los tiempos nos recuerda el pasaje de Gálatas 4,4 en que aparece la misma expresión para indicar que entonces ocurrió el encuentro entre la eternidad y el tiempo, entre Dios y el Hombre. El nacimiento de Cristo de una mujer, bajo la ley, María (la “mujer”) ha sido, pues, pensado por Dios de modo que con la Virgen, la humanidad entera se incorporase al proyecto de salvación y recapitulación universales.
Llama la atención que no utilice Pablo en Gálatas 4,4 el término “Cristo”; y sí en Efesios. Parece clara la intención: la encarnación en una mujer y el sometimiento a la ley están intrínsecamente unidos al envío del Hijo por el Padre; la recapitulación universal apunta a la plenitud de la obra que lleva a cabo Cristo, el Mesías: …Él es el vértice supremo de la creación, que ahora es recreación o mejora sustancial de la misma.
Hija predilecta del Padre , Madre de Cristo Rey
Ya en Caná aparece esta asociación de términos y personajes que tratan, en la intención de Juan, de señalar la mejora de lo creado en una realidad nueva: el agua es mejorada en el mejor de los vinos. Tal como Juan relata los hechos, hay un punto en que la narración entra en una especie de tiempo en suspenso, de tiempo retardado, porque no se sabe qué va a pasar: “¿Qué a ti o a mí mujer? ¿Es que ha llegado ya mi hora?”. También en el Calvario hay un corte en la secuencia de los hechos; como una interrupción de la Pasión para colocar en el paréntesis abierto un episodio en que vuelve a haber una mejora de lo que hasta entonces venía siendo lo que era. En esta ocasión a la mujer que en Caná estaba en los inicios del Mesianismo de Jesús, le cumple la tarea de consumar y perfeccionar junto a su Hijo la obra que el Padre le había encomendado: una mujer (segunda Eva junto al segundo Adán) se transforma en la madre mesiánica de un Israel mejorado y nuevo, Madre de la nueva sinagoga, desde ahora ella será la Madre Sión de todas las naciones que volverán los ojos al que está traspasado en la cruz, atraídos hacia el Amor sin medida.
Desde la Encarnación hasta el “todo está consumado” (tetèlestai) del Calvario (Jn 19,28) María empeña su vida y su compromiso en la mejora de la realidad. Esta idea, creo, es de capital importancia. La maternidad de María se despliega en una triple dimensión hasta lograr su propia plenitud: su maternidad mesiánica crece desde la maternidad divina hasta la espiritual respecto de cada uno de nosotros, pasando por la eclesial. Como la vid cuyos pámpanos cubrían la tierra toda, plantada por la mano de Dios, María alcanza en su maternidad al Hijo de Dios, a la Iglesia entera y a cada uno de los hombres.
Y volvemos al principio: con la Pascua de primavera el Universo se renueva, se mejora, asciende un paso más hacia su definitiva recapitulación en Cristo. En este impulso anual ascendente relumbra la Luna llena con especial claridad: María siempre será la “mujer”. Un segundo aspecto de esta función mesiánica de María Madre, apunta y se sitúa en el corazón de cada ser humano, y en el de la Virgen también.
Es posible trazar un argumento continuo en la descripción de este efecto mariano en el corazón: ya para empezar, es bien conocido el dicho de San Agustín de que María concibió a su Hijo antes en el corazón por la fe, que en su seno. María guarda en su corazón los acontecimientos que se van sucediendo en su vida con Jesús: la llegada de los pastores al portal de Belén (Lc 2,19), el episodio del encuentro de Jesús en el Templo, cuando se le perdió a los doce años (Lc 2,35). María está presente cuando un soldado romano abre el corazón de Jesús en la cruz (Jn 19,31) y seguramente estaría también cuando los discípulos de Emaús llegan a Jerusalén, de vuelta de dicho pueblo, y cuentan cómo en el camino les ardía el corazón cuando Jesús resucitado les explicaba las Escrituras (Lc 24,32), y cuando Tomás es llamado por Jesús a llegar hasta su corazón para verificar que está vivo, después de haber estado muerto (Jn 20,25-27), y cuando la gente siente su corazón traspasado por la palabra de Pedro en el primer anuncio del kerigma que sigue a Pentecostés (Hch 2,37).
Esplendor de la Iglesia, Honor del género humano
Es bien fácil caer en la cuenta que la Pascua es un pasar de Dios por el corazón del hombre. Nada de extraño: no es más que el cumplimiento de la profecía de Ezequiel: un mejoramiento del corazón viejo, su transformación en uno nuevo; de ser de piedra a ser de carne.
María tiene un corazón especialmente creado por Dios para guardar “todo esto”, como dice Lucas. Y “todo esto” es mucho: todo cuanto de alegría y pena, de gozo y sufrimiento, de vida y de muerte llena las casas de sus hijos…, que es muchísimo. Con este “guardarlo todo en su corazón”, María se convierte en la “memoria de la Iglesia” que peregrina por este mundo, que sufre y goza.
Lo decisivo de la memoria es que cualifica el tiempo de tal manera que lo hace específicamente humano. Los otros, el cronológico, el cósmico, hasta el metafísico, solo interesan en tanto en cuanto son, de algún modo, reductibles a nuestra escala, en cuanto se humanizan. El “tiempo de la Iglesia” hasta que el Señor vuelva no sería posible sin su Memoria, es decir, sin María. Como no es posible la salvación para cada persona (capaz de amar y de odiar en libertad) sin el juicio predicho por Simeón.
Entre la escena de la presentación de Jesús niño en el templo y su presentación de Mesías adulto en la cruz, hay un paralelismo de extraordinario significado y poder salvíficos a través del juicio que sobre nuestra libertad realiza el Amor incondicional: en ambas situaciones se habla de una “espada” que abre los corazones, el de María y el de Cristo, para que los nuestros queden abiertos a optar por el Amor.
Señora nuestra, Reina de la caridad
El episodio de Lc 23,39-43 completa ambas escenas. Lucas, el evangelista del corazón de María, tiene buen cuidado de utilizar en el texto que acabo de citar expresiones de marcado carácter mesiánico, al describir las posturas de los ladrones crucificados con Jesús: “Ni siquiera temes a Dios estando en semejante suplicio? Nosotros recibimos el justo pago de lo que hicimos; este, en cambio, nada malo ha hecho. Acuérdate (haz memoria) de mí cuando llegues a tu Reino” (= cuando entres como rey victorioso). Y sobre todo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La cruz, con el crucificado en ella, entre dos cruces, impone un juicio, pide una decisión personal; ya no se puede ser neutral porque el corazón ha quedado al descubierto.
La opción por Cristo trae consigo la posesión del Paraíso, que es Cristo mismo, como Mesías crucificado y resucitado. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” equivale a “Yo soy el Reino que tú deseas”. Hay un cierto parecido entre el “hoy” de Lucas y la “hora” de Juan. Desde el Calvario, la salvación se extiende al hoy de todas las existencias humanas: María acepta de Jesús ser la Madre de todos, la Mujer nueva que tendrá como tarea convertir los corazones de los padres y de los hijos, unos a otros (Lc 1,17), pues sabe bien que un corazón duro y alejado del Señor es un corazón insensato que cree que no hay Dios (Sal. 13,1)…: un Dios que pueda colgar de un palo por la única razón de que ama a los hombres es algo que no puede creerse desde la insensibilidad y endurecimiento del alma; como tampoco es aceptable que una serpiente de bronce en un mástil cure la picadura mortal de las víboras con solo mirarla. Esta increencia yerra, así, en su pensamiento insensato, y equivoca su salvación.
Abogada de la gracia, Dispensadora de la piedad
Para creer semejantes cosas hay que cambiar de raíz, porque el mal instalado en la raíz misma de la vida es la negación de Dios. Pero ¿quién conoce a ciencia cierta la naturaleza profunda de este verdadero mal? ¿Quién en la oscuridad de la noche cerrada de la increencia puede alcanzar dicho conocimiento?
La Luna llena de primavera alumbra una claridad especial en espera de la Aurora. Con esta luz, la de María Virgen, puede comprenderse la verdad de la Escritura cuando afirma que el escándalo de la cruz es salvación, tanto para el judío como para el griego. Juan es quien recibe a María al pie de la cruz como su bien más preciado, y es también quien nos ha dejado escrito que, tal como lo vio, da testimonio, “y su testimonio es verdadero, y Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (Jn 19, 35). La profundidad de este versículo es tal que Juan nos está advirtiendo que si nosotros aceptáramos su testimonio siendo este falso, no tendríamos fe auténtica, puesto que esta se fundamenta en la verdad, que solo se descubre cuando se tiene la verdadera inteligencia de la Escritura (v. 36-37).
Al final resulta que para ver la Verdad del Sol es necesaria la luz suave, transparente, de la Luna llena…, tan adecuada a nuestros ojos. María lleva el Espíritu desde el comienzo, lo cual significa tanto desde su misma concepción, como que ese mismo Espíritu era el principio que la movía y el instinto de todas sus acciones: su corazón y su alma estaban repletos de… “Y cómo el Espíritu es la Verdad” (1Jn 5,6), concuerdan plenamente el testimonio del Espíritu y el de María; esto es, “que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo”. ¡Si lo sabría ella bien! (1 Jn 5,11).
Jesús nos ha prometido la consecución del Espíritu Santo con toda seguridad, si se lo pedimos al Padre en su nombre. ¿Y si se lo pedimos, además, a través de María?: pues ocurrirá lo mismo que en Caná, que veremos plenamente manifiesta la gloria del Señor…, y esto acrecentará nuestra fe en que Dios nos ama infinitamente, con lo que nuestra vida quedará totalmente mejorada.
César Allende