JESÚS, ese es su nombre. El fruto bendito de la fe y del vientre de María se llama Jesús, el que hace que todo sea bendito delante de Dios, porque en su Nombre todo se recrea ante Dios, su Padre (Jn 17,7). El verdadero tesoro y centro de la oración por María, está precisamente en pronunciar el nombre bendito. JESÚS —Yahvé salva— es el nombre donde el Padre guarda a todos los que le ha dado en todos los tiempos, a petición del mismo Señor: “Guárdalos en tu nombre…” (Jn 17,11). Ahora el “Innombrable” ya se puede nombrar en la fe y en el fruto del vientre de María.
El nombre de María es el otro nombre reconfortante de la oración sencilla; Mir-yam, Señora del Mar. Una mañana cuando paseaba yo a la orilla del Mediterráneo recitando el Ave María, quedé admirado al comprender el sentido etimológico de su nombre como “Señora de las aguas grandes”, de las que brotó la vida de todo viviente. La raíz de su nombre probablemente signifique eso, “Señora de las aguas”, que se entiende mejor en castellano como Señora del Mar. Reconozco que puedo estar influenciado por la devoción mariana de mi tierra Almería, cuya patrona lleva por nombre “Virgen del Mar”, pero fuera de los apellidos que le ponemos cada pueblo a nuestra devoción, todos coincidimos en llamarla Miriam, sencillamente María, y ese nombre es una de las fuentes más seguras y universales de la comunión cristiana.
No me cabe la menor duda de que cuando se produzca la deseada unión entre todos los que creemos en Jesús, ella y su nombre serán signo de identidad entre los hermanos, como la madre es referencia de unidad en la familia.
Madre, ¡océano de amor…!
El misterio de gloria de María es ser Madre de Dios, porque es madre de Jesús de Nazaret, que es Dios e Hijo de Dios. Al hacerse “Hijo del hombre” —no sé por qué no se le dice el “Hijo de la mujer”— ella es Madre de Dios y madre del hombre nuevo, que se manifiesta en “todas las generaciones que la bendicen” por el fruto de su vientre.
Cuando oramos diciendo en bendición “Madre de Dios”, estamos reconociendo que es también engendradora de la imagen de Dios en cada uno de nosotros, madre de cada uno en su conformación divina. Ese es el misterio y la riqueza de la repetición gustosa de la oración, que es a la vez de llamada y de reconocimiento. Ni a ella ni a nosotros nos cansa que la llamemos mil veces al día Madre, porque las cosas de Dios no cansan, como no cansa el respirar, ni se hace monótono mirar todo lo visible del universo bañado de luz, ni comer todos los días, ni escuchar a diario el sonido de la voz amada. No se cansa la madre de oír gritar al hijo su primera sílaba “ma-ma-ma-ma-ma”, aunque la repita miles de veces sin otro sentido que su propio gozo.
En el orden físico de nuestra vida, llamamos madre a la que nos da vida en su seno y en su momento nos hace entrar en este mundo, con la primera pascua del hombre que es el parto. En el misterio de Dios sucede igual. Es Madre nuestra la que nos hace entrar en la vida de Dios, la que nos da a luz en Dios y nos hace entrar en la Vida Eterna, que es el conocimiento del Verbo eterno. Cuando llamo a María Madre de Dios, no solo reconozco que fue madre de Jesús de Nazaret, y que Jesús es Dios entre nosotros, sino también que es madre de esa realidad en mí, porque me está abriendo el camino eterno de conocimiento del Padre, del Hijo y del Espíritu de Dios.
Reina de mis sonrisas y mis llantos
La relación personalísima y única de cada uno con María como su madre en la luz de Dios, como la que lo abre al mundo de la gracia de Dios, o lo da a Luz en Dios, es una de las verdades de experiencia más tiernas y únicas de la religión cristiana católica. Su técnica uterina de maternidad virginal tiene dos salidas. Una hacia el mundo, como todas las madres de la raza humana, con la que dio a luz al hombre Jesús en este cosmos, y otra hacia Dios, con la que nos concibe y pare a nosotros en el mundo del Espíritu, en el seno de Dios. Conocer a Dios desde María es tan seguro como conocer el mundo desde los brazos de la madre física.
De ella aprendemos el “idioma materno”, esa forma de hablar y de expresarnos que nos es connatural, y que se aprende de los labios, los gestos, las expresiones, los tonos y cadencias de voz de la madre física. En el misterio de la vida en Dios, el idioma de la piedad se aprende por María. Aunque Dios es Padre y Madre de todos los hombres, los que hablan el “idioma materno” de María, que es el mismo Logos del Padre, le son muy aceptos a Dios, muy queridos, porque en ellos tiene puesta también su “complacencia”, su eudokía, (buena voluntad, agrado) como en su propio Hijo.
Pero su misión maternal no es solo darnos un idioma, una forma de expresarnos para hablar con Dios, sino que su maternidad en nosotros es también ontológica. No se puede ver a Dios si no nos convertimos en luz como Él es luz, y en amor como Él es amor. Es en esa conversión o metamorfosis donde interviene María, porque así lo han querido el Padre y su Hijo. No digo que no pueda acercarse o asemejarse a Dios alguien que no conozca a María, porque en el seno del Padre hay muchas moradas y formas de ser, lo que aseguro es que la invocación de María como Madre, y el camino de la humildad que ella patrocina, es un instrumento seguro de deificación, de entrada rápida en la familia de Dios, la que escucha, guarda y cumple su Palabra.