Pretendo dialogar aquí con cristianos que están vivamente animados por el deseo de dar pleno sentido a su vida; de progresar y profundizar cada día más en la fe, que es el fundamento y la puerta de acceso para comunicarnos con el Señor. Como dice la Carta a los Hebreos, el que quiere acercarse a Dios, es necesario “que crea que existe y que recompensa a los que le buscan” (Hb 11,6).
Necesitamos estímulos y modelos para escalar la cima de la santidad. Dios no nos abandona. Él, que nos elige, y nos llama a la santidad, nos proporciona los medios, y nos marca el camino que hemos de seguir y este camino es Cristo. Cuando el Apóstol Felipe le pidió que les mostrase al Padre, la gracia suprema a la que puede aspirar el hombre —“Muéstranos al Padre, y eso nos basta”—, Jesús le contestó: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,6-7).
Muchas personas, ofuscadas por la gloria sublime de Jesús, el Hijo de Dios que se hizo hombre por nosotros, y Verbo del Padre, que existe desde la eternidad con el Padre y el Espíritu Santo, tal vez no descubren en Él ese camino de sencillez y de humildad, que Él mismo nos señaló a todos sus discípulos: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).
luz que nos lleva de la mano hasta Jesús
“A Jesús por María”, nos dicen y nos enseñan los santos de estos últimos siglos, y nos ha repetido muchas veces el Magisterio de los últimos Papas. Pío XII, decía glosando el texto de San Juan: “Muéstrame, Señor, el camino… Yo soy el camino. A Jesús por María. María, por consiguiente, es el camino para Cristo (Carta apostólica, 2 de abril, 1947). Y en forma parecida otros Papas.
Todo lo que María es y significa en la Iglesia nos lleva y nos acerca a su Hijo; porque María, como nos enseña el Concilio Vaticano II, es en todo relativa a Cristo, es decir, que sus funciones y sus privilegios hacen referencia a Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad.
Pablo VI nos recuerda esto mismo en la solemne clausura de la tercera sesión conciliar, cuando promulgó el título de “María Madre de la Iglesia” (21 de noviembre, 1964), decretando que desde entonces todo el pueblo cristiano la honrase e invocase con ese dulcísimo nombre. Expresó también entonces su deseo de que ante todo se expusiese con toda claridad: “Que María, sierva humilde del Señor, está totalmente referida a Dios y a Jesucristo, único Mediador y Redentor nuestro”.
El Papa pone como fundamento y orienta esta enseñanza en articular a la naturaleza y a la práctica de la devoción mariana, que debe conducir a sus devotos a Cristo, y unirlos espiritualmente al Padre y al Espíritu Santo.
La Iglesia ha mantenido siempre viva esta enseñanza que el Concilio Vaticano II ha elevado a la categoría de doctrina universal del Magisterio eclesiástico. Así, por ejemplo, el hecho de introducirnos en el año nuevo, el día primero de enero, con la celebración de la solemnidad de la Virgen María, Madre de Dios, es un modo de hacer presente a María en la Iglesia, como la puerta de entrada a las celebraciones de todo el año litúrgico, en el que se celebran los misterios de Dios y de su Hijo, el Redentor del mundo.
presencia viva en nuestro camino de fe
Estamos en el comienzo de un nuevo año civil, que de alguna manera podemos compaginar con el año litúrgico. Podemos adaptar a este comienzo de año lo que el Papa Juan Pablo II decía al principio del tercer milenio de la historia sobre la presencia de María en la Iglesia y en la vida de los cristianos, que es uno de los objetivos de nuestra labor: la eficacia, y la necesidad relativa de vivir en plenitud la presencia de María en el misterio de la Iglesia.
En su importante documento sobre el nuevo milenio, decía que debemos iniciar el año con nuevo dinamismo, y con espíritu de una nueva evangelización. Esto ha de consistir en vivir animados por el deseo de aquellos peregrinos del tiempo de Jesús que se acercaron a Felipe, y le dijeron: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21).
Este anhelo se expresa y se cumple en nosotros contemplando el rostro de Jesús. Siendo contempladores de su rostro, fijando nuestra mirada en el rostro del Señor es como podemos ser testimonio de su presencia en el mundo y contribuir de una manera eficaz a la renovación día a día de todas las cosas.
Espejo de las maravillas de Dios
María es el espejo que refleja con nitidez y toda perfección el rostro de su Hijo. En las letanías que acompañan al rezo del santo Rosario la saludamos como “Espejo de justicia”, porque el rostro de su Hijo, que en él se refleja, es el rostro de Jesús, el Redentor, el Príncipe de la paz, el que es nuestra paz, como dice San Pablo (Ef 2,14), el “testigo fiel, que juzga y combate con justicia”, a quien alaba el Apocalipsis (19,11).
Iniciar el nuevo año, desde el primer día, con la celebración de la fiesta de la Virgen María, la Madre de Dios y Madre nuestra, es como situar su imagen en el corazón de su templo, para que todos sus hijos, los discípulos de Jesús contemplen su rostro y se esfuercen por vivir en santidad. Este ha de ser su quehacer espiritual de cada día. La presencia materna de María, que tan bellamente expuso el Papa Juan Pablo II en la tercera y última parte de la Encíclica “La Madre del Redentor” (1987), envuelve en su luz a toda la Iglesia, como el manto en el que la madre cobija a todos sus hijos, protegiéndolos de todo mal.
Mantener viva esa presencia de María en la Iglesia, a lo largo de todo el año, como prolongación de la fiesta de la Madre de Dios, será una acción pastoral muy eficaz para que cada cristiano refleje en su vida el verdadero rostro de Jesucristo nuestro Salvador, a imitación de la Virgen María, su Madre, “Espejo de justicia”.
Además, y aparte de todo, “Dios nos eligió desde toda la eternidad para ser santos e irreprochables por el amor, y para ser en todo conformes con la imagen de su Hijo” (Ef 1,12-14); para reflejar su rostro, como María, su Madre, Espejo de Cristo.