«Después que la muchedumbre lo hubo aclamado, entró Jesús en Jerusalén, derecho hasta el templo, lo estuvo observando todo y, como era ya tarde, se marchó a Betania con los Doce. Al día siguiente, cuando salió de Betania, sintió hambre. Vio de lejos una higuera con hojas y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Entonces le dijo: “Nunca jamás coma nadie de ti”. Los discípulos lo oyeron. Llegaron a Jerusalén, entró en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no consentía a nadie transportar objetos por el templo. Y los instruía, diciendo: “¿No está escrito: ‘Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos’? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos”. Se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas y, como le tenían miedo, porque todo el mundo estaba asombrado de su doctrina, buscaban una manera de acabar con él. Cuando atardeció, salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar, vieron la higuera seca de raíz. Pedro cayó en la cuenta y dijo a Jesús: “Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado”. Jesús contestó: “Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: ‘Quítate de ahí y tírate al mar’, no con dudas, sino con fe en que sucederá lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas”». (Mc 11,11-26)
En este Evangelio se nos muestra el rostro más serio de Cristo. Ese al que no estamos tan acostumbrados y que nos incomoda un poco. Jesús siente hambre, ve una higuera, busca higos en ella y como no los encuentra porque no es tiempo de ellos, la maldice y se seca. Llega al templo, ve a los vendedores y cambistas y los echa, no precisamente con bonitos discursos sino volcando sus puestos y sus mesas. Es el rostro de Cristo que el Evangelio pocas veces nos muestra pero que tampoco oculta, porque Cristo no vino a hacer campaña electoral ni a contentar y complacer con sus discursos y gestos. Hace lo que tiene que hacer en cada momento, que para eso es Dios. Es a nosotros a los que no nos gusta este rostro de Cristo porque nos sentimos mas cómodos con el de ese Dios que todo lo perdona, “lento a la ira y rico en clemencia”, que todo es amor, el Jesús de las bonitas parábolas…. Y todo eso por supuesto que es así, pero no es menos Dios el que se irrita en el templo al ver la casa de su Padre convertida en un mercado, o cuando siente hambre y no la puede saciar porque la higuera no da fruto.
Las obras que Dios espera, nuestros frutos, a veces los necesita a destiempo, fuera de lo habitual, en tiempo inesperado. Es como la higuera repleta de hojas pero sin higos, porque sencillamente no era tiempo de ellos. En nuestras vidas personales Dios nos pide alguna vez que le demos fruto cuando nosotros aún creemos que no estamos preparados para ello. Quiere higos fuera de tiempo. ¿Se equivoca Dios al pedirnos algo así? ¿Es cruel con nosotros? ¿Podemos reprocharle a Dios algo porque sienta hambre y no le demos de comer de nuestros frutos?
Planificamos la vida tanto que en ello incluimos también la ejecución de nuestras buenas obras cuando mejor nos viene. Pero, ¿y si Dios tiene hambre ahora? ¿Le decimos que no puedo saciarle porque nos pide algo que nosotros no tenemos planeado, fuera de nuestro tiempo…?
Me pregunto las veces que Dios ha puesto delante de mí una necesidad en una persona concreta y que no he satisfecho porque no me venía bien atenderla en ese momento. O en mi propia vida, un momento que precisaba de una visión espiritual y se ha pasado sin pena ni gloria porque no era tiempo de rezos… Dios tiene hambre de muchas formas y no nos tiene que avisar para estar preparados. Tiene hambre en sus hijos más necesitados a tiempo y a destiempo.
El otro rostro que no nos gusta de Dios es cuando la única forma que tiene de hacernos entender su mensaje es a empujones y sacudidas. Esto lo entendemos muy bien los padres cuando damos un pescozón a un hijo con total naturalidad y a sabiendas de que es una forma muy productiva de hacernos entender. Pero los pescozones de Dios nosotros no los entendemos tan bien como nuestros hijos. Nos equivocamos completamente cuando en nuestra vida alguna cosa se nos pone patas debajo de forma inesperada, como las mesas de los cambistas, y creemos que es el “infortunio” o la maldad de los demás, la mala suerte o cualquier otra cosa. ¡Cuidado con los fracasos y los azotes de la vida!, imprevistos como la higuera sin higos también son de Dios, aunque nos duelan y nos parezcan incluso violentos.
Dios tiene muchos rostros; nos gustan los dulces y suavecitos pero los amargos, bruscos y secos también son suyos, y no deja por eso de ser nuestro Padre, que nos da lo que nos conviene aunque no nos guste, como los pescozones. ¡Mano de Santo!
Jerónimo Barrio