Aunque los Evangelios no dicen nada sobre la presencia de algún ser humano en el acontecimiento mismo de la resurrección, yo no me resigno a pensar que el hecho más grande de las obras de Dios en relación al hombre no tuviera siquiera un testigo humano. En mi fe particular para la piedad mariana, y no estando en contradicción con la fe de la Iglesia, que es la norma de toda fe, creo que testigo del gran paso o metamorfosis de aquel cuerpo de carne, desangrado y maltrecho, a un cuerpo de luz resucitado y nuevo, fue María de Nazaret, la mujer de cuyos genes se había formado la carne primigenia de la resurrección. Juan es el único evangelista que nos da un detalle físico del que podamos deducir aquella presencia que sugiero.
El texto al que me refiero es el siguiente: “Llega María Magdalena corriendo donde Simón y el otro discípulo, a quien Jesús quería… ¡Se han llevado del sepulcro al Señor… Echan a correr… Llega primero el otro, pero no entró… (Nadie entró según Juan hasta que Pedro entró) llega Simón Pedro, entra en el sepulcro y ve las vendas por el suelo desordenadas, y plegado en un lugar aparte, no junto a las vendas, el sudario que cubrió su cabeza» (Jn 20,1-7).
En realidad, no hay ninguna otra constancia de que fuera Pedro el que vio el sudario plegado en un lugar aparte. Más parece que fuera una apreciación del propio evangelista, que quiere llamar nuestra atención sobre ello, aunque haga primer testigo del hecho a la “Piedra de fundamento de la Iglesia”, al “primus inter pares”. Ante el hecho más grande de la historia humana, poco importaría que estuvieran las vendas por el suelo, y el sudario plegado cuidadosamente en un lugar aparte, si no quisiera decirnos algo más el propio Juan, que además es el único evangelista que lo cuenta. ¿Quien plegó el sudario que cubría la cabeza de Jesús? ¿Quién pudo tener la serenidad y elegancia suficientes para ponerlo incluso en un lugar aparte, como si quisiera guardarlo? Por allí se vieron ángeles, pero no creo que los ángeles se entretengan en esas cosas.
Todo el cielo estaría pendiente de aquel paso glorioso en la obra de Dios. Contemplar al hombre creado del barro de la tierra, y ahora «hecho uno de nosotros», producía un estado de asombro incluso en los ángeles, que no tendrían oportunidad, ni ganas, ni encargo de nadie, de plegar un sudario. Poder contemplar la carne hecha luz como el nuevo estado del hombre que ama, desde el otro lado de la creación, desde la dimensión espiritual propia de los ángeles, no les dejaría atención alguna para ponerse a doblar un trapo lleno de sangre y de aromas de mirra y áloe.
Madre fiel, Hija excelsa de Sión
Pero un ser humano, ante aquel hecho esperado, sí querría ver con ojos humanos, desde la carne al menos, el rostro amado y bendito en el momento de su transformación en la faz de Dios para los hombres. Eso requería quitar al menos el sudario que cubría la cabeza. Quitarlo y dejarlo tirado por el suelo con las vendas podría haberlo hecho cualquiera, pero «doblarlo con cuidado, y ponerlo aparte, no junto a las vendas» (Jn 20,7) supone un detalle de amor, serenidad y feminidad extraordinario. Las vendas que envolvían su cuerpo quedaron esparcidas por el suelo, quizás por aquel vendaval de luz y energía que barrió la losa en la que estaba el cuerpo.
Pero antes, la mujer que lo conocía “desde el principio” de aquella carne humana, desde que nació, había quitado el paño para ver el rostro de su hijo amado, como había hecho tantas veces con sus pañales de niño, con sus ropas de muchacho, con sus atavíos de trabajo, con su túnica inconsútil o su manto de Señor y Maestro. Solo una persona había tenido ese privilegio durante toda la vida del Redentor.
Para ella se abrió con seguridad la puerta del sepulcro antes que para nadie. María, la doncella de Nazaret, la Reina de los Ángeles, fue servida de nuevo por los que desde su maternidad fueron sus súbditos. Entró, levantó el velo que cubría la cara de su hijo y, siguiendo un automatismo de madre amorosa, lo plegó como hacía siempre con las ropas de Él, y para llevárselo luego, lo puso en un lugar aparte. Es posible incluso, como sugieren tantas piadosas tradiciones, que hubiese quedado el lienzo marcado con el rostro amado. Entonces, ante sus ojos de testigo cualificado, se produjo el milagro. Ella, que había recibido la Luz Creadora del Verbo de Dios y la había hecho carne de su carne, ahora era testigo de cómo esa carne se convertía en Luz, en Palabra de Dios que volvía a Dios. Y María, como también había hecho siempre, lo recibió de nuevo entero en su corazón, y se hizo Madre de la Iglesia, Madre de todos los que creemos en la Resurrección: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”.
aurora que anuncia la libertad
Aquello fue más grande y definitivo que el paso del Mar Rojo en la primera pascua judía. Fue más sublime que la creación de Eva de la costilla de Adán, incluyendo el entusiasmo y asombro del patriarca al ver aquella «carne de su carne» frente a él. Aquello fue más misterioso y comprometido para María, incluso que la misma encarnación en su vientre de la Palabra de Dios. Seguramente la redacción de Lucas del Magníficat, cuando dice que «el Poderoso ha hecho maravillas para mí» —y Lucas recibió posiblemente la noticia de la misma María—, tenga más que ver con la resurrección que con la propia encarnación. Se entienden mejor tras la resurrección, aquellas expresiones de triunfo del canto del “Manificat”, el canto de la «Esclava del Señor»: «Desplegó la fuerza de su brazo —dice—, dispersó a los soberbios del corazón, derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes (Lc 1,46). María supo tras la resurrección que aquel estado de ser que su Hijo había inaugurado, era la auténtica promesa hecha a Abrahán. «Levantó* hacia Él a Israel, su Siervo, acordándose de la misericordia, como había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su linaje por los siglos» (Lc 1,54-55).
María supo por experiencia, y no solo por fe, por qué la habían de “llamar dichosa todas las generaciones”. Supo por qué y para qué sus ojos, los de la carne y los del espíritu, habían sido limpios desde su concepción inmaculada. Y supo que pronto entraría ella misma, en cuerpo y alma, como anticipo de la humanidad redimida, en aquel estado de eternidad gozosa en el que su Hijo había penetrado. Contemplar la resurrección de Jesús, el Salvador de Israel, le dio el sentido de todas las gracias y sufrimientos del Pueblo de Dios, el Israel de siempre y su Iglesia Santa. Nosotros lo aprendemos poco a poco de ella, y vamos descubriendo en nuestra evolución de ser y de conocimiento, todas esas verdades que María presenció la madrugada del primer Domingo, el Día del Señor, realizadas en la carne sacrificada de su Hijo. Por eso podemos llamarla Madre de la Iglesia, Virgen piadosa.
Lo sabía bien el hijo de Zebedeo, Juan, al que Jesús amaba y al que le encargó su cuidado. Él la recibió en su casa, y escuchó de sus labios todos los relatos de las «cosas de Jesús que guardaba en su corazón». Como decía el querido beato Juan Pablo II: «Ella, ciertamente, fue la primera en recibir la gran noticia. Ella fue la primera en recibir el anuncio del ángel de la Encarnación, y ella también fue la primera en recibir el anuncio de la Resurrección. La Sagrada Escritura no habla de esto, pero se trata de una convicción basada en el hecho de que María era la Madre de Cristo, madre fiel, madre predilecta, y que Cristo era el hijo fiel a su madre». (Juan Pablo II, Regina Coeli, lunes 4 de abril de 1994).