“¿Qué relaciones y qué diferencias hay entre la maternidad de María (…) y el sacerdocio apostólico?”. Pablo VI describía así el paralelismo entre la misión única y culminante de María en el plan salvífico de Dios y el sacerdocio ministerial. María da a Cristo a la humanidad, y lo mismo el sacerdocio, solo que en modo diverso; María mediante la Encarnación y mediante la efusión de la gracia, de la que Dios la ha “plenificado”; el sacerdocio mediante los poderes del orden sagrado. El primero, ministerio que genera a Cristo en la carne y después lo comunica por las misteriosas vías de la caridad a las almas llamadas a la salvación; el segundo, ministerio sacramental y externo, que dispensa dones de verdad y de gracia, y el Espíritu que comunica y forma al Cristo místico en las almas que aceptan el saludable servicio de la jerarquía sacerdotal.
Evidentemente, María está, después de Cristo, en el vértice de esta economía de salvación; precede y supera el sacerdocio. Ella está en un plano de excelencia superior y de eficacia diferente respecto al sacerdocio. Y si el sacerdocio en su grado sumo posee las llaves del reino de los cielos, Ella, la Virgen, es la Reina de los cielos, y también respecto a la jerarquía, la Reina de los apóstoles.
he venido para hacer tu voluntad
En la Encarnación, Cristo asume nuestra naturaleza humana como condición y presupuesto indispensable para llegar a ser el único y sumo sacerdote de la humanidad. El texto de Hb 10,5-7 vincula ya esa “sacerdotalidad” de Cristo a su cuerpo, formado de la carne de María por la acción del Espíritu: “Por eso al entrar en este mundo dice: sacrificio y oblación no quisiste: pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad!”.
Entrando en el mundo, Cristo da a su vida una orientación sacerdotal y eucarística que se concreta en la oblación de sí mismo en y desde su propio cuerpo. Una oblación de sí que, precisamente por estar vinculada a su propio cuerpo, está íntimamente unida a María y realizada también en ella. Oblación de Cristo realizada en María no solo por ser Ella la persona en la que, a modo de altar, se ofrece al Padre desde el primer instante de la Encarnación, sino también porque la oblación de María participa de la de Cristo, precisamente porque ella está también ofreciéndose en Él al Padre, también desde el primer instante de la Encarnación.
De hecho, en María advertimos la misma e idéntica disposición interior que hay en Cristo: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38); palabras en las que la expresión en mí expresa profundamente esa donación y acogida que es propia del ser femenino y de la maternidad.
María se ofrece a sí misma en Cristo al Padre, expresando esa oblación a través de la ofrenda de su propio cuerpo virginal, de su carne y de su sangre, para acoger en ella al Verbo que se encarna. De esta forma, la Madre, por su unión con el Hijo, da a su ofrenda y a toda su vida, una misma e idéntica orientación sacerdotal y eucarística con el Hijo. Una orientación que, en ambos, gravita precisamente sobre un cuerpo, pero que tiene como eje maestro la total aceptación e identificación con la voluntad del Padre.
La armonía entre la oblación sacerdotal y eucarística de Cristo y esa ofrenda en cierto modo también sacerdotal y eucarística de María —que deriva de su unión materna con el Hijo, de su unión “esponsal” con el Espíritu y de su unión filial con el Padre—, es tan perfecta que en esta maternidad virginal dio comienzo la íntima relación entre el sacerdocio de Cristo y la feminidad de María. Así de natural y de humano fue, en su forma, el comienzo de ese nuevo Principio de la historia de salvación que había de ser la Encarnación. En este nuevo Principio, iniciaba la revelación plena de aquella complementariedad y mutua reciprocidad entre lo masculino y femenino que quedó ya anticipadamente apuntada en el varón y mujer del Génesis, en ese otro Principio en el que se inició la primera creación.
esto es mi cuerpo, esta es mi sangre
La Eucaristía es el corazón de toda existencia sacerdotal. También de la existencia de María. Es el centro y el culmen del sacerdocio ministerial y del sacerdocio bautismal y confirmatorio de toda la Iglesia. “El presbítero alcanza en la Eucaristía el punto culminante de su ministerio cuando pronuncia las palabras de Jesús: ‘Esto es mi cuerpo… Este es el cáliz de mi sangre…’. En estas palabras se hace realidad el máximo ejercicio del poder que capacita al sacerdote para hacer presente la oblación de Cristo”.
María también dio su carne a Cristo para posibilitar el sacerdocio del Hijo. En ella el Espíritu Santo comenzó a realizar, primeramente en su cuerpo, en su maternidad, ese ideal de vida que se realiza en la transubstanciación. En su cuerpo, porque lo primero que toda madre da al hijo que lleva en su seno es su propia carne y sangre.
Ella, como mujer y como madre, entregó su carne y su sangre a la acción del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, para que de ellas formase la carne y sangre de Cristo. Por tanto, esa acción del Espíritu, fecundando de vida divina la maternidad virginal de María, tenía que tener un cierto carácter eucarístico y sacerdotal. Y este es el centro y núcleo de su maternidad, un centro eucarístico y sacerdotal, que marcó esencialmente toda su feminidad. Por eso María es también “mujer eucarística” y sacerdotal: por esa actitud interior, que la mantuvo en toda su vida siempre identificada con la obra salvadora de su Hijo. Y porque la feminidad de María no podía no ser eucarística, esa identificación con la obra redentora del Hijo fue abriendo su existencia hacia una maternidad cada vez más universal y espiritual, tal como es la maternidad que ejercita la Iglesia a través de toda su actividad y, de manera singular, en la Eucaristía.
María es mujer eucarística y sacerdotal primeramente por ser lo que es: mujer, es decir, en su propio cuerpo femenino; pero también por ser madre y por ser virgen. En virtud del sacramento del orden, los sacerdotes celebran litúrgicamente y como su ministerio específico la entrega “esponsal” del cuerpo y la sangre de Cristo, para comunicar la vida divina al mundo. Algo que la mujer, y María de manera muy singular, en virtud de su feminidad, también realiza en modo específico y peculiar por el ministerio de su feminidad, concretamente por su maternidad física y/o espiritual.
¡Qué bello paralelismo entre el sacerdocio que se actualiza en la Eucaristía y el dinamismo propiamente femenino de la maternidad, por el hecho de gravitar ambos sobre el significado personal de un cuerpo y una sangre que se dan para comunicar una nueva vida al mundo!
¡Cuánta cercanía en el modo en que ambas realidades transmiten la vida! La Iglesia, por ser primeramente mariana, realiza también el ministerio de su feminidad a través de la maternidad espiritual, que mira a engendrar en los demás la vida divina. La Iglesia es también Madre de Dios en los hombres en la medida en que es fecundada por la vida divina del Espíritu. Pero la maternidad es, además, una dimensión esencial en la vida cristiana de cada uno de los miembros que formamos este cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia.
déjame estar contigo junto a la Cruz
Si el ejercicio del sacerdocio tiene su cumbre eucarística en las palabras: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”, María es la única criatura humana que, a su modo, el modo de la maternidad, también puede decir de Cristo: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.
Esas palabras, que son el gozo y el centro de la vida sacerdotal, María pudo decirlas cada vez que estrechaba y abrazaba al Hijo entre sus manos. Análogamente, cada vez que el sacerdote toma en sus manos el cuerpo y la sangre de Cristo, en cierto modo debe hacerse también materno, es decir, actualizar y celebrar eucarísticamente aquel misterio del Hijo que tantas veces fue abrazado y estrechado por las manos de su Madre a lo largo de toda su vida, y especialmente en la cruz.
Y así, en la Eucaristía también se celebra y se hace memorial del stabat de la cruz, cuando, una vez más, María abrazó entre sus manos el cuerpo y la sangre de ese Hijo que descansaba en su regazo. Un stabat que tiene, ciertamente, su propia dimensión eucarística, pues también en ese momento, como a lo largo de toda su vida, María podía decir en verdad, de forma análoga a como dice hoy el sacerdote: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”. Es el stabat de María que actualizamos en cada Eucaristía.
En la última cena se anticipó, de forma ritual, lo que iba a suceder de forma histórica y real horas después en el Calvario. “En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia”.
El mayor acto sacerdotal de Cristo, cumplido en la cruz, en el sepulcro y en la gloria de la resurrección, se realiza a través de la mayor donación de su cuerpo y de su sangre, hasta llegar al límite de la entrega en la total pasividad de la carne muerta. Esa donación del cuerpo descendido a los infiernos era signo externo de la total oblación sacerdotal de toda su persona al Padre, algo que había ya anticipado ritualmente horas antes en la última cena.
Pues bien, el mandato dado a sus apóstoles en la última cena, “Haced esto en memoria mía”, se refiere también a esa oblación interna al Padre por la salvación de todos, que en Cristo, como en María, culminó en el momento de la cruz. El sentido del mandato de Cristo era: “Repetid esto, entregaos del mismo modo como yo me he entregado, sed memorial de mi entrega con vuestra propia vida”, algo que ya veía cumplido en la total correspondencia de María, tanto en lo biológico como en lo espiritual, a su obra redentora.
María fue la primera que, en el momento de la encarnación y a través de la virginidad de toda su vida, entregó en Cristo su cuerpo y su sangre al Padre, como signo externo de esa otra oblación interior, también eucarística y sacerdotal, iniciada en su maternidad divina y prolongada a lo largo de toda su vida.