«Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto.
Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará» (San Lucas 8, 16-1).
COMENTARIO
A veces, los ejemplos expuestos por Jesús que nos cuentan los sinópticos tienen cierto sentido del humor que gustaba a la gente sencilla de los pueblos humildes. Eran sus cosas cotidianas del hogar y del trabajo, hechas Evangelio. Imaginar a uno encendiendo la lámpara, –que entonces eran de aceite y costaba prepararlas, comprobando el aceite, limpiando y atusando el pabilo etc.– para meterla luego debajo de la cama, de un vaso, o de un celemín, tiene cierta gracia, porque las tonterías y absurdos de los demás nos llevan a reír, más que a compadecernos. Pero la doctrina de Jesús es para gente sensata, que haciendo bien las cosas simples de este mundo, al recibir la Palabra se hace super sensata, gente del Evangelio que camina hacia el Padre con su luz en la mano, en la mente y el corazón, esperando la llegada del esposo, como vírgenes prudentes.
La luz que hoy más nos urge encender a los cristianos, es creer y manifestar con hechos, que Dios es Padre de todos los hombres, de todos, y que por eso somos hermanos, aunque muchos no lo sepan ni hayan llegado aún a la fe que les abre la puerta. Podrían llegar con nuestra conducta y palabra de verdad, pero también estamos lejos de una conducta luminosa. La verdad del Evangelio como luz del cielo, no hay quien la apague, aunque le pongamos mil escudos de ‘razones políticas” o sociales, religiosas o de simple comodidad y riqueza empresarial.
Cristo prendió su luz en nosotros para darnos a conocer y sacar al mundo lo que parece oscuro y arrinconado: que todos los hombres somos hermanos, incluyendo a presos, bandidos, enfermos, talibanes, políticos, blancos, negros y amarillos. No serán aún mis compañeros en la fe comprometida, pero todos queremos ser felices y para eso hay que llegar a estar juntos en la luz que proclama. Aunque vayan por caminos peligrosos, podrían llegar antes a la fe sencilla del respeto mutuo, si nuestra luz está bien encendida y colocada en lo alto del candelero.
Para que los hombres veamos la luz de la Palabra del Señor de las luces, y actuemos en consecuencia a ella, la fe tiene que arder en obras. Entonces iluminará sobre el candelero que es la Iglesia. Somos luz que nace en nuestra vida interior de fe, esperanza y amor, los tres niveles de la llama cristiana. Desafortunadamente son tres palabras tan manidas ya, que nos pasan desapercibidas en su esencia, que es la que ilumina y calienta. Por eso nuestra casa interior está a veces oscura y fría, porque nuestra llama vacila.
La presencia del Espíritu, con sus palabras y obras de amor, nos da la alternativa de ser luz o sombras en la relación con cada persona, en cada trabajo, en cada pensamiento, en cada rato de oración. Todos los días y sus horas, puedo elegir entre atizar la luz del cariño humilde y ponerla llameante en su candelero, o atizarle con el candelero al prójimo más cercano; ¡que también lo hacemos!
En S. Mateo esta parábola se inserta tras las Bienaventuranzas, señalando así la energía de la que nuestra luz se alimenta: pobreza, humildad, lágrimas, dolores y sed de justicia, misericordia y limpieza de corazón.
La teoría no es difícil entender, lo difícil es mantener la luz encendida sobre el candelero, sabiendo que allí es blanco fácil de los ataques del enemigo, al que también tengo que amar. A veces, cuando la persecución viene fuerte, dan ganas de esconderse debajo de la cama agarrado a la luz. Pero no es la intención de Jesús, que supo mantenerla encendida en el formidable candelero de la cruz. Cuanto más difícil parece, más gente la ve y puede encontrar y recorrer el camino.
Que muchos hombres no amen a otros hombres, no hay que ir muy lejos para verlo. Pero es doloroso que se haya desvirtuado hasta tal punto nuestra fe, que presuntos cristianos odien a los que no son como ellos, en religión, moral o raza.
La última frase del Evangelio de Lucas de hoy es de las más difíciles de comentar. “Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aún lo que crea tener se le quitará.” ¿Al que tenga qué? Quizás la solución sea la más universal. Simplemente al que tenga lo que dice la Palabra. Al que tenga luz, se le dará más luz, al que tenga alegría que regala la Palabra, más alegría, al que tenga cruz, más gloria, al que guste del amor de Dios, infinitamente más amor. Y no es algo para el cielo solo. ¡Empieza aquí creyendo en la Palabra!