«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”». (Mt 5,13-16)
Vosotros sois la luz del mundo, dice Jesús a sus discípulos. La verdad es que nos sabemos tan de memoria estas palabras del Señor Jesús, y las llevamos tan poco al corazón, que nos perdemos la inmensidad de su riqueza . Por ejemplo, a lo mejor no hemos reparado que Jesús dijo de sí mismo “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12) y que dice lo mismo de sus discípulos. Es decir, que nos pone a su altura en lo que a misión se refiere.
Dice Juan en el prólogo de su Evangelio que “la Palabra es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9), lo que nos lleva a decir que el discípulo de Jesús es, no solo luz del mundo como su Maestro, sino también —al igual que Él— ¡Palabra del Padre!
No nos asustemos y recordemos a San Ignacio de Antioquía, quien en vísperas de pasar al Padre, lleno de Espíritu Santo, confesó: “Ya soy Palabra de mi Señor”. Así es: Luz del mundo y Palabra del Padre… ¿Hay alguien que eleve más al hombre? ¿Alguien ofrece más por él?
Antonio Pavía