Al extraordinario acontecimiento de la venida del Hijo de Dios, sucede la primitiva y espectacular difusión de la Buena Nueva: es Pedro el que, apoyado por los otros once apóstoles (ya incorporado San Matías en sustitución de Judas Iscariote) se dirige a sus compatriotas para proclamar la Resurrección y exaltación sobre todo lo creado de Jesús de Nazaret (Hch 2, 14-39). Les habla en nombre de Él, luego de haber recibido la elocuencia y fortaleza del Espíritu (Ez 36, 27) y les recuerda que, con ello, se cumplía lo adelantado en las Sagradas Escrituras: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies” (Sal 110, 1).
En el decir del historiador romano Tácito (55-119), desde el siglo primero, eran multitud los cristianos de Roma y de las otras provincias del Imperio. Hoy resulta muy difícil de explicar el amplio y rápido reconocimiento de una doctrina que no venía impuesta por las armas y sí por el contagio del vivir y del pensar de los fieles a la doctrina del amor y de la libertad, de esos mismos que se veían tanto más libres cuanto más se ocupaban del bien de sus semejantes. Es decir, de todos los seres humanos, empezando por los más necesitados de ese amor y de esa libertad cuyas lecciones magistrales procedían del mismo Dios hecho Hombre: “Que como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros” (Jn 13,34)…/ “Así los últimos serán primeros y los primeros, últimos”.
Factor determinante de las primeras y multitudinarias conversiones al cristianismo, como genuina doctrina del Amor y de la Libertad, fue la directa percepción de la asombrosa e innegable trasformación de cuantos habían vivido de cerca la vida, pasión muerte y resurrección de Cristo: obraban prodigios, aparecían revestidos de fuerte personalidad y hablaban al corazón de forma que todos ellos les entendían: ¿Qué había ocurrido para un cambio así en “hombres sin instrucción ni cultura” (Hch 4,13)?
Para ellos, hombres y mujeres de buena voluntad, resultó indudable que lo sucedido era lo que estaban esperando para vivir en consecuencia. Y, de hecho, así fue con carácter general: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y los ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según sus necesidades” (Hch 4, 32-35).
En este tan materializado siglo XXI sigue siendo verdad que “el pan, que no comes, pertenece a los que tienen hambre” (San Bernardo) ¿No es ello razón suficiente para replantearnos la parte de compromiso que nos corresponde por eso de vivir con mucho más de lo que necesitamos?
Antonio Fernández Benayas