«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!”». (Mt 6,19-23)
Que la Palabra del Señor está viva y es actual lo saben muy bien quienes ven estupefactos como —no se sabe quien, la crisis, dicen— se han llevado por delante su seguridad, en forma de «un trabajo estupendo», «los ahorros de toda la vida», «el trabajo y el esfuerzo de toda una familia», «toda una vida cotizando para nada», «quién lo iba a decir de esta empresa», «me han quitado el piso y además me retienen el sueldo», «me piden que devuelva no sé cuánto de la pensión», «se me acabó el paro y ahora se me termina la prestación», «he agotado todas las reservas y en mi casa no hay ningún ingreso», etc. El dramatismo, la frecuencia y la dureza de los relatos es espeluznante.
Lo importante es traducir todas esas realidades; «polillas» y «carcomas«, pequeños pero insidiosos seres que corroen nuestros tesoros y «ladrones«, personajes burlándose de la inviolabilidad del domicilio y de las cautelas normales: «Abren boquetes y los roban».
En la Tierra no hay seguridad, ni siquiera «enterrados» los tesoros están seguros o sirven de algo. No me refiero a metáforas espiritualoides o a imágenes moralizantes, no, sino a los hechos y a la vida de las personas concretas, que sufren porque no tienen dinero o se agobian porque no quieren perderlo. Hasta los bancos quiebran, los emporios cierran, lo que era fiable ahora es una «burbuja», el oro se devalúa… ¿A dónde iremos a parar? se pregunta angustiada la gente.
El Señor nos está esperando hoy con esta Su palabra. Tratamos en vano de sustraernos a su autoridad y a su verdad, y solo recogemos inquietud, incertidumbre, inseguridad.
Resulta que del cielo sabemos poco, muy poco. Se desvanecieron las representaciones infantiles y la Iglesia nos invita a ser parcos en su descriptiva. Pero hay una cosa cierta: es posible aquí en la tierra atesorar para el cielo. ¿Cómo? «Porque donde está tu tesoro alli estará tu corazón». La idolatría es darle el corazón a quienes no pueden salvar. Los ídolos «ni hablan ni salvan«.
El mundo tiene «ídolos»; y han acertado en la palabra que emplean para intentar suplantar a Dios. Ídolos de la música, de la moda, de la política, de los deportes, de la tecnología, de su cuerpo, de su mascota, del cine, de lo que sea. Pero cuando llega la soledad, la tristeza, la pobreza, la enfermedad, la traición, la marginación, el desamparo…, los ídolos «ni hablan ni salvan«. Entonces no te sirve de nada tu imponente ropero, ni los metros cuadrados de tu casa, ni tu canción favorita, ni la cilindrada de tu coche, ni los euros que tienes, ni los viajes que has hecho, ni la vida desordenada que «adoras», ni los cientos de amigos que tienes en la red. No te valen de nada, al contrario te complican la existencia, tienes que estar alerta de todo y esclavo del ídolo, que siempre reclama más y más. Especialmente el del dinero: si te quieren es por tu dinero, si te valoran es por tu dinero, si te aguantan las impertinencias es por tu dinero, si necesitas estar informado es por tu dinero, si te preocupa la situación… ¡es siempre por el dinero! Le has dado el corazón cuando te has dicho: como todo es mentira prefiero comprarlo todo.
Al optar por el dinero —»como todos», musitamos a título de autojustificación— has apagado la luz de tu alma. «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz». De nuevo Jesús nos explica lo que nos pasa; ateridos por el dinero no vemos, estamos ciegos, no vemos al otro. Buscamos insaciablemente nuevas alternativas de felicidad, y siempre se nos escapan como a un niño un balón gigante que no consigue atrapar, que se aleja conforme intenta abrazarlo.
Jesús acaba de enseñarnos a rezar —nos regala la oración del padrenuestro— y explica la autenticidad del perdón, la sinceridad del ayuno y nos indica la generosidad. «Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!». Es impactante que el Señor se apiade de nuestra oscuridad, que es nuestra tacañería. Realmente es patético que vayamos por la vida dando palos de ciego sin saber dónde estamos ni adónde vamos ni qué se nos va a presentar, solo palmando medrosos la bolsa del dinero.
Ni el dinero ni los ídolos que podramos acaparar con dinero nos van a dar la felicidad. Atesorar solo se puede en orden al cielo, con limosnas.
Francisco Jiménez Ambel