Apenas un padre se había sentado al llegar a casa, dispuesto a escuchar, como todos los días, lo que su hija le contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo baja, como con miedo, le dijo:
—Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer, intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba igualmente.
—Es que mis amigas dicen que son los padres. ¿Es verdad?
—¿Y tú qué crees, hija?
—Yo no sé, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí que existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso…
—Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los regalos, pero…
—Entonces es verdad que me habéis engañado.
—No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí que existen; lo que pasa es que….
—Pues sigo sin entenderlo, papá.
—Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla. Cuando el Niño Dios nació, tres Reyes que venían de Oriente guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarlo. Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso tan contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes, Melchor, dijo:
—¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
—¡Oh, sí! —exclamó Gaspar—. Es una buena idea, pero eso es muy difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a tantos millones de niños como hay en el mundo.
—Es verdad que sería fantástico—comentó Baltasar, el tercero de los Reyes —; nosotros ya somos ancianos y nos resultaría muy difícil recorrer el mundo entero entregando regalos a todos los niños. Pero sería tan bonito…
Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se escuchó en el Portal:
—Sois muy buenos, queridos Reyes Magos, y os agradezco vuestros regalos, el oro, el incienso y la mirra. Voy a ayudaros a realizar vuestro hermoso deseo. ¿Qué necesitáis para poder llevar regalos a todos los niños?
—¡Oh, Señor! —dijeron los tres Reyes postrándose de rodillas—. Necesitaríamos millones y millones de pajes, casi uno para cada niño, de modo que pudieran llevar al mismo tiempo a cada casa nuestros regalos; pero no podemos tener tantos pajes.
—No os preocupéis por eso —dijo Dios—. Yo os voy a dar no uno sino dos pajes para cada niño que hay en el mundo. ¿Hay alguien que quiera más a los niños y los conozca mejor que sus propios padres?
—Los tres Reyes se miraron asintiendo, empezando a comprender lo que Dios estaba pensando.
—Puesto que así lo habéis querido y para que en nombre de los Tres Reyes Magos de Oriente todos los niños del mundo reciban algunos regalos, Yo ordeno que en Navidad, conmemorando estos momentos, todos los padres se conviertan en vuestros pajes, y que, en vuestro nombre y de vuestra parte, regalen a sus hijos los regalos que deseen. También ordeno que, mientras los niños sean pequeños, la entrega de regalos se haga como si la hicieran los propios Reyes Magos. Pero cuando los niños sean suficientemente mayores para entender esto, los padres les contarán esta historia y, a partir de entonces, en todas las Navidades, los niños harán también regalos a sus padres en prueba de cariño.
Cuando el padre de Blanca hubo terminado de contar esta historia, la niña se levantó y, dando un beso a sus padres, corriendo se dirigió a su cuarto a buscar su hucha.
—Ahora lo he entendido todo y veo que no me habéis engañado. No sé si tendré bastante para compraros algún regalo, pero para el año que viene ya guardaré más dinero.
Todos se abrazaron mientras desde el Cielo, tres Reyes Magos contemplaban la escena tan gratamente satisfechos.