«En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si viérais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen”. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”». (Jn 6,60-69)
Las palabras de Jesús escandalizan a sus discípulos. Dicen que su modo de hablar es “inaceptable” y que es imposible “hacerle caso”. Sus discípulos le critican. Jesús lo sabe. También nosotros podemos escandalizarnos. Puede que pensemos que no nos escandalizamos de las palabras de Jesús. Tampoco los judíos pensaban que se escandalizaban de la Torá. Igual nosotros pensamos que no nos escandalizamos de Dios, pero sí podemos escandalizarnos de su voluntad; escandalizarnos de la historia, de nuestra vida; escandalizarnos de la Encarnación. Como los discípulos se escandalizan de Jesús, nosotros podemos escandalizarnos de las palabras del Papa, de nuestro obispo o de nuestro catequista…
Jesús no se pone a dar explicaciones, a rebajar sus palabras, a disculparse o a disculpar a los discípulos que se escandalizan de Él. Simplemente dice: “algunos de vosotros no creen”. Porque nadie puede ir a Jesús si no se lo concede el Padre. Porque el mundo siempre se escandaliza de Jesús. Por eso muchos discípulos se echan atrás y no vuelven a ir con Jesús.
Pedro y los Doce no se van ni se echan atrás, porque creen, porque saben que Jesús es “el Santo consagrado por Dios”, y esto no les viene ni de la carne ni de la sangre, no les viene de su inteligencia ni de su cultura. Les viene del Padre. Gran misterio es este. La fe en Jesucristo es un don que concede el Padre.
Por eso a nosotros solo nos cabe el agradecimiento ante la voluntad del Padre, que en su divina providencia, todo por gracia, nos ha manifestado a su Hijo. El Padre nos ha abierto el oído, nos ha hecho entrar en su Iglesia, gratis, nos ha abierto las puertas de la eucaristía, de par en par, y nos ha dado el don de la comunión con los hermanos en Jesucristo.
Javier Alba