En aquel tiempo, terminada la travesía, Jesús y sus discípulos llegaron a Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaba los enfermos en camillas. En los pueblos, ciudades o aldeas donde llegaba colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos la orla de su manto; y los que lo tocaban se curaban (San Marcos 6, 53-56).
COMENTARIO
En aquellos tiempos, cuando Jesús estaba entre nosotros, aquellas gentes que oían hablar de Él, fascinadas por lo que se contaba, acudían de todas partes para vivir sus milagros en primera persona.
Como hoy nos relata el Evangelio, para “tocar al menos la orla de su manto”, como si, cualquier cosa, incluso una pieza de tejido que bordeaba su manto, por el hecho de haber estado en contacto con él, pudiera curarles de los males sin remedio que les aquejaban.
Al igual que la hemorroísa, que sufría flujos de sangre, se acercaban a Jesús como su última esperanza y, al hacerlo, se desprendía de él esa fuerza, esa gracia que convertía en verdad los milagros de los que tanto habían oído hablar.
Me pregunto si hoy, nosotros, tenemos la misma fe.
A diferencia de entonces, no podemos encontrarnos con Jesús con nuestros sentidos corporales, pero tenemos la ventaja de no tener que recorrer kilómetros para “tocarle”.
Solamente, con un gesto tan sencillo como abrir el Evangelio, podemos tocar a Jesús en su Palabra con los sentidos del alma y encontrarnos con Dios, “cara a cara” (Corintios 13: 12).
El esfuerzo es mínimo y la gracia que recibimos cuando la misma Palabra de Jesús entra en nosotros a través de la lectura, es inconmensurable. En cualquier lugar, en cualquier momento, podemos adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, como dijo Jesús a la Samaritana (Juan 4:23-24).
Cualquiera que haya leído el Evangelio con fe y esperanza, desde la pequeñez, ha podido comprobar dentro de sí como la Palabra, con el tiempo, se ha convertido en “milagro” en su vida, curando y limpiando su corazón de manera prodigiosa, mucho más allá de lo que hubiera podido imaginar.
Al igual que aquellos hombres y mujeres que recorrían distancias inmensas para encontrarse con Jesús, el que se acerca y “toca” a Jesús, queda curado.
Esta es la maravilla de ser cristiano. El hecho de que la “transformación” del corazón, la “metanoia” que decían los griegos, está a nuestro alcance en un libro pequeño y accesible a cualquiera que se llama Evangelio. Un libro que es la Palabra del mismo Dios hecha carne y que brotó del seno de Jesús en la Cruz donde nos entregó este sagrado misterio.
Lo que ocurre es que un milagro tan grande está contenido en un lugar tan “aparentemente” pequeño, porque así le gustan las cosas a Dios. Como dice Jesucristo hablando con el Padre en San Mateo (11,25-27), “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.
Jesús sabía que Dios entrega el cielo en lugares y personas pequeñas, de modo que, hagámonos pequeños y busquemos en lo pequeño si queremos encontrarnos con Él y “tocarle”.