El Señor continuó mandando obreros a su mies y, para octubre de 1952, el piso superior de la residencia de la familia Gomes acogía ya a las veintiocho hermanas que, en aquel momento, constituían la Congregación. Madre Teresa se afanó entonces en la búsqueda de una nueva casa para sus hijas ofreciendo a Nuestra Señora el rezo de 85000 Memorares (Acordaos). No disponía del dinero necesario, pero esperaba recibirlo después de rezar. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre” (Mt 7,7-8). La vida de Teresa de Calcuta es la clara evidencia de la eficacia de la oración en la fe. Teresa confía y se abandona. No duda que el Padre celestial conoce sus necesidades y pone todo su corazón en la oración. A ella, que siempre buscará primero “el reino y su justicia” (cfr. Mt 6,33), todo lo demás le será dado.
Y así sucederá con la casa. Las jóvenes misioneras recordarán años después: “Éramos solo algunas pocas hermanas y ¿cómo rezar tantos Memorares? Así que reunimos a todos nuestros niños pobres y a todas las personas que se encontraban bajo nuestro cuidado y les enseñamos a rezarlo”.
Un magnífico sacerdote me enseñó, hace ya algún tiempo, que hay alguien más fuerte que Dios y ese es el hombre que reza, pues, con su oración, es capaz de doblegar la voluntad divina. Teresa y su fe ciega conseguirán que la presencia del Señor y su respuesta permanente sean visibles, en muchas ocasiones, a los ojos de los más escépticos.
La casa pronto llegará. El doctor Islam, magistrado jubilado y antiguo alumno del colegio de los jesuitas de Calcuta, desea, como muchos otros musulmanes del momento, trasladar su residencia a Pakistán, para lo cual ha de vender el gran edificio que se construyó en una de las principales avenidas de Calcuta. Aunque aún no ha comunicado a nadie su proyecto, pronto se sorprende ante la Congregación aceptando el trato de la venta de su inmueble por la mitad del valor del terreno donde está edificada. La concesión de este buen hombre será de enorme importancia para las misioneras, que encuentran de forma definitiva una casa madre para la orden.
54 Acharya J. Chandra Bose Road, situada en el corazón de Calcuta, es hoy un enorme oasis de paz en medio del ensordecedor bullicio de la ciudad. La sencillez y pobreza material de sus estancias hacen resplandecer, de forma aún más clara, la riqueza espiritual que inunda a todo el que cruza sus puertas. En ella, los cantos y oraciones de las misioneras, su caminar sigiloso y su discreta presencia son capaces de sofocar las estridencias de un entorno sumamente agresivo para los sentidos. Allí está el Señor y allí está su paz. Todo el que entra en aquella casa, lo encuentra. Y allí se encuentra también hoy la tumba de la Madre Teresa, por la que cada año pasan miles de visitantes que dejan junto a ella sus flores y plegarias.
La casa madre es un reducto celestial en la Tierra al que las misioneras llegaron por primera vez en febrero de 1953. Desde allí la obra de Dios se extendería rápidamente.
Y fue en esa casa donde la Madre Teresa, el 12 de abril de ese mismo año, pronunciara sus votos perpetuos como Misionera de la Caridad: pobreza, castidad, obediencia y un cuarto voto: “dedicarse a servir a los más pobres entre los pobres”, la que era ya su misión desde hacía varios años. Muestra de ello era su frenética labor asistencial que la había llevado, meses antes, a abrir la que se convertiría en la casa más emblemática de toda su obra: “Nirmal Hriday”, la Casa del Corazón Puro, en el barrio de Kalighat.
Durante la década de 1950, dos millones de indigentes trataban de sobrevivir en las calles de Calcuta. Los andenes de las estaciones y las aceras de las atestadas calles se convertían en el escenario improvisado donde muchos de ellos morían sin recibir asistencia alguna. Las instituciones gubernamentales se mostraban incapaces de dar respuesta a una situación ya de por sí insostenible y agravada aún más por una oleada de refugiados indigentes procedentes del Pakistán oriental.
La Madre Teresa, consciente del sufrimiento extremo de tantas y tantas personas víctimas de esta situación, deseaba abrir una casa en la que los enfermos y moribundos que malvivían en las calles de Calcuta pudieran ser cuidados y amados. Trataba así de reconocer la dignidad de todos estos seres humanos, aunque fuera en los últimos momentos de su vida.
Teresa comenzó su labor en una barraca que rápidamente se le quedaría pequeña. Sin embargo, y gracias a la Corporación Municipal de Calcuta, pudo pronto alquilar el edificio que anteriormente se había empleado como albergue de peregrinos junto al templo de la diosa Kali, famoso centro de devoción y culto para los hindúes.
Y así, en la festividad del Inmaculado Corazón de María, el 22 de agosto de 1952, quedó inaugurada la primera casa de acogida para los moribundos, en la que la Madre Teresa y sus misioneras trabajarían denodadamente para que la muerte llegara a todos sus pobres de la forma más “hermosa”. Allí, los mendigos, los leprosos abandonados, los enfermos terminales y sin recursos eran recibidos y atendidos con la dignidad que requiere nuestra condición de hijos de Dios. Durante años, Madre Teresa trabajó todas las mañanas en Kalighat, a la que consideraba la casa “tesoro” de Calcuta. Ella misma explicaba:
“Para nuestra labor en Nirmal Hriday necesitamos continuamente los ojos de la fe profunda para ver a Cristo en los cuerpos rotos, en las ropas sucias bajo las cuales se oculta el más hermoso entre los hijos de los hombres”.
Si, como escribió San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual —“El amor solo con amor se paga”—, Teresa dedicará toda su vida a pagar el Amor recibido amando a Cristo en los demás. De sus moribundos de Kalighat escribirá:
“Cada día mueren cuatro o cinco, tan pacíficamente y sin ningún pesar. No tienen nada para dejar, pero mucho para recibir. Estas personas van directamente a Dios.”
Entre 1952 y 1997, año en que la Madre Teresa nos dejó, más de 20000 personas murieron rodeadas de afecto y consideración en Nirmal Hriday. Quizá las palabras de una de ellas den voz a la vivencia de tantos: “He vivido como un animal en las calles, pero muero como un ángel.”
No obstante, en los primeros años de su labor en la casa, la Madre Teresa y sus hermanas sufrieron las hostilidades de quienes desconfiaban de su intención al “entrometerse en terreno hindú” para cuidar de moribundos no cristianos. Ella, que solo concebía la conversión como “un cambio en el corazón por amor”, jamás habría aceptado ningún tipo de artimaña o coacción para “apoderarse” de almas ajenas. Sin embargo, durante un tiempo hubo de soportar las protestas y amenazas que únicamente cesaron cuando se conoció la pureza del amor con que asistía a los más necesitados.
Kalighat es hoy una de las mejores universidades del mundo. Todos los años, centenares de voluntarios llegados de todas partes del mundo pasan por sus aulas para aprender la asignatura más crucial de la vida: la caridad. Mientras lavan heridas, limpian de excrementos a hombres y mujeres, aprietan manos, acarician mejillas, o entregan su afecto y compasión en miradas nacidas de su conmovido corazón, los voluntarios reciben el legado que transformará sus vidas. Después de algunos días en Kalighat algo cambiará en ellos definitivamente.
No solamente los moribundos fueron cuidados y atendidos por la Madre Teresa. Su labor asistencial se extendió, desde los comienzos, a todas las expresiones posibles de necesidad. Su trabajo con los niños en los barrios más pobres intenta mitigar el sufrimiento más doloroso para ella, que expresa así su pesar: “Lo peor de todo es ver a los pequeños llorando de hambre.”
En 1955, tras ganarse la confianza del primer ministro indio, la Madre Teresa abre “Shishu Bhavan”, un hogar infantil para niños huérfanos, abandonados, enfermos, discapacitados o no deseados.
Hace dos veranos, durante mi estancia en Calcuta, tuve la suerte de visitar Shishu Bhavan. A las puertas de aquella gran casa llena de alegres colores y dibujos infantiles, me recibió la sonrisa clara de Sor Inmaculada, una joven misionera de la caridad española. Hileras interminables de cunitas llenaban una gran sala donde los ventiladores aliviaban los rigores del verano. En cada cunita, una pequeña muestra de la confianza de Dios en el ser humano, una promesa de esperanza. Con enorme ilusión, Inmaculada me condujo rápidamente por toda la sala hasta alcanzar otra estancia más pequeña donde se encontraba “su tesoro”. Allí pude ver otra cunita en la que se adivinaba un bebé casi recién nacido. Con extrema delicadeza tomó la pequeña sábana que cubría el cuerpecito y descubrí asombrada una niña de grandes ojos y penetrante mirada.
“Tiene tres meses. Nació con espina bífida e hidrocefalia. No podrá sobrevivir. Sus padres nos la trajeron. No podían cuidarla”, me explicó la joven misionera.
Comencé a hablar a la pequeña sonriéndole y, de pronto y para mi sorpresa, una gran sonrisa iluminó su cara. Una enorme emoción se concentró en mi garganta en forma de pinchazo. Una aguja invisible me traspasó el corazón. Aquella sonrisa condenada a extinguirse condensaba el inmenso cariño que la pequeña había recibido en su corta existencia. En aquella sonrisa, reflejo de amor, pude descubrir la entrega de las misioneras y la razón de su vida:
“No importa el lugar al que me destinen” —me confesó Inmaculada antes de despedirnos—. Nuestra vida es igual estemos donde estemos. Solo necesitamos un tiempo para rezar y alguien a quien amar.”
La paz que desprendía nacía de las profundidades de su alma. Dios estaba con ella.
Victoria Escudero
Voluntaria de las Misioneras de la Caridad