En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». (Mt 5,1-132a)
Como antaño Dios desde el Sinaí promulgó la torah por medio de Moisés, Jesús, desde un monte, va a promulgar la misma torah, pero dándole su sentido más profundo. Contra toda lógica humana comienza presentando el camino de la bienaventuranza. Nueve veces aparece la palabra “bienaventurados”, aunque todas ellas pueden reducirse a la primera: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
La gran promesa se hace a los pobres de espíritu, pero, ¿quiénes son estos? Si pobre es aquel que no posee nada, pobres de espíritu serán todos aquellos que nada poseen ni siquiera en el campo del espíritu, porque uno pude ser pobre de bienes materiales pero inmensamente rico en bienes espirituales, como puede ser el apego a nuestras razones, nuestros proyectos, nuestros deseos, nuestra voluntad, etc. Quien se aferra a estos bienes es poseedor y rico, y ningún rico puede heredar la vida eterna, porque la riqueza nos convierte en potenciales y reales asesinos, dado que si alguien intenta quitarnos alguno de estos bienes, los defendemos encarnizadamente matando al otro con nuestro juicio, nuestra murmuración o nuestro rencor.
Por otro lado, para poder entrar en el Reino de los Cielos y ser acreedores a la comunión con Dios, es necesario que previamente nos vaciemos de todo aquello en lo que ponemos nuestra confianza y que nos aparta de Dios solo, puesto que mientras poseamos algún ídolo anidado en nuestro corazón, no podemos ser enteramente de Dios. Por lo cual es preciso vender todos nuestros bienes, tanto materiales como espirituales. Como decían los antiguos: “si uno ha vendido todos sus bienes pero no ha vendido su voluntad, no ha vendido nada”.
Estos son los “pobres de espíritu”, aquellos que confían sólo en Dios y no en sus riquezas, del tipo que sean, aún de los mismos bienes que nos concede Dios, puesto que puede darse el caso que aferrando los dones de Dios nos quedemos sin Dios. Francisco de Asís vivió una experiencia semejante, cuando, por defender el don que Dios le había dado contra los “ministros” que consideraban imposible vivir en perfecta pobreza, se dio cuenta de que, por defender este don tenia peligro de aborrecer a los que se le oponían. Por lo tanto, renunció a proteger su bien, renunció, por decirlo de algún modo, al hijo que Dios le había dado para poder tener a Dios, puesto que Dios es más que sus dones. Porque renunció a todo y se hizo verdaderamente pobre, el mismo Señor lo ratificó imprimiendo en su cuerpo las llagas de la pasión de Cristo, de modo que Francisco se identificó plenamente con aquel que vino no a hacer su voluntad sino la del que lo había enviado.