«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». (Mt 1,18-24)
Sondeamos catequéticamente este pasaje evangélico a la luz del siguiente texto del profeta Isaías: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice Dios. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 55,8-9).
Más de uno se estará preguntando qué tendrán que ver estas palabras del profeta con la situación más que dramática que está viviendo José. Conocemos bien la historia. José y María están desposados, lo que en Israel implica que, aunque aún no se haya celebrado formalmente el matrimonio, ya son considerados marido y mujer. De hecho, así nos lo hace ver Mateo en su narración: “…Su marido José, como era justo…”.
Dadas así las cosas y teniendo en cuenta que María está embarazada, podemos entender la aflicción que embarga el alma de José. El buen hombre no sabe qué hacer ni a qué atenerse. Está librando en su alma y en su corazón un dilema —hoy lo llamaríamos caso de conciencia— aparentemente sin solución, de hecho no sabe qué decisión tomar.
Su turbación interior está provocada porque, como buen israelita, tiene la obligación legal y religiosa de denunciar a María ante los tribunales que salvaguardan la Ley, bajo la acusación de adulterio. Esto es lo que legalmente estaría obligado a efectuar. Sin embargo, algo le frena, como que le impide llevar a cabo esta denuncia. Este algo es como una intuición que clama en su interior a gritos la inocencia de María. Sabe que tiene que haber una explicación, si bien esta se le escapa; por eso —según leemos en el Evangelio— como era un hombre justo, decidió repudiarla en secreto.
Esta decisión supone algo más que un gesto de altruismo. Lo llamaremos ¡grandeza de alma! Ante su dilema, escoge llevarse, cargar sobre sí, la peor parte. Al repudiar en secreto a María, sabe que va a ser el blanco de todas las habladurías de Nazaret. Pasará ante todos como un hombre sin escrúpulos, cobarde, incapaz de asumir su responsabilidad. No le importa. Así es como lo ha planeado…
Solo que Dios también tiene sus planes; se le aparece en sueños y le explica todo, al tiempo que le indica cuál va a ser su misión: cabeza de la Sagrada Familia con autoridad sobre el Hijo que está para nacer. Autoridad que le viene conferida por el hecho de ser él quien, ante la comunidad, ponga nombre al fruto que María lleva en su seno. “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Nos preguntamos qué tiene que ver todo esto con el texto citado de Isaías. Pues que José, en su bondad y rectitud, planeó una salida cuando Dios proyectaba otra. La enseñanza catequética es meridianamente clara: nuestros planes, proyectos, pensamientos y caminos, por muy buenos y justos que parezcan, en una primera instancia no suelen coincidir con los de Dios; lo que, a nivel de fe, se traduce en pedir a Dios la capacidad de escucha, así como la suficiente confianza como para dejarnos hacer por Él. De cara a tantos callejones sin salida con los que nos encontramos, la puerta que Él nos abra siempre será mejor que la nuestra.
P. Antonio Pavía