«En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: “Acláranos la parábola de la cizaña en el campo”. Él les contestó: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga”». (Mt 13, 36-43)
La parábola de la cizaña es explicada «en casa» a los discípulos. Jesús, después de despedir a la gente, aclara la parábola; no a todos, sino a los que tienen abierto el oído. Son ellos los que se interesan por descubrir el enorme valor simbólico de este relato.
Para nosotros, quienes ya hemos perdido la noción de la cultura agraria, nos es difícil valorarla. La cizaña es una gramínea que crece y llega a descollar entre el trigo. Es posible diferenciarla precisamente por su gran florecimiento y esbeltez. Es una espiga espléndida. Pero tiene un pequeño problema: su harina es directamente venenosa. De modo que no haber entresacado la cizaña arruina una inmensa cosecha de verdadero trigo. El eliminar la cizaña no es, por tanto un juego, ni una discriminación purista: es la única forma de que el trigo y, más específicamente, la harina sirvan como alimento para los humanos.
Los hombres del campo también saben algo elemental que el hombre urbano ha llegado a olvidar. Una parte del trigo, exactamente el mejor, no se consume sino que se reserva como semilla. Por el contrario, el único destino de la cizaña es el fuego; hay que exterminar su capacidad de reproducirse y emponzoñar los sembrados. A la cizaña no se le puede consentir nuevas germinaciones; no hay que dejar ni un grano sin quemar. La cizaña al horno y el trigo al granero.
Todo esto lo saben perfectamente los discípulos que en casa interpelan al Maestro. Por eso Jesús, cuando reparte papeles para hacer inteligible el Gran Teatro del Mundo, no tiene que dar muchas explicaciones; el sembrador, la semilla, el campo, la siega, etc.
Lo que sí parece destacable es la pluralidad de personajes. Desde luego, aquí no hay una simplificación entre el bien y el mal, ni menos una impar lucha entre el Maligno y Dios. Lo que si aparece claro es el combate entre los hijos del Reino y los partidarios del diablo.
Es obvio que el gran triunfo del demonio, como el del mal, comienza porque no se hable de él. Si no se le nombra es —piensan muchos— que no existe; para él si es valioso el etsi non daretur; que el mundo funcione «como si él no existiera».
Pero Jesús hace una denuncia mucho más incisiva. No se conforma con afirmar la activa presencia del Maligno sino que declara sin tapujos que existen partidarios del diablo». Y además descuellan, como la cizaña. La cizaña es una planta, como el trigo, pero hay que esperar al final para reconocer sus frutos (venenosos); entre tanto no hay más remedio que consentirle crecer mimetizada con el trigo. Pero no es trigo. Florecen sí, espectacularmente, sí; pero sus espigas no son trigo. Está profetizado que los malvados florecerán (Sal 92,8; 37,35), pero no prevalecerán (Is 2,12).
La pregunta es, entonces: ¿quiénes son los partidarios del demonio?, porque conviven mucho tiempo con los hijos del Reino; el trigo y la cizaña se crían juntos.
Tenemos que empezar por reconocer que existen. Ya nos es difícil sostener que el diablo existe, cuanto más nos será un reto dificultoso demostrar que tenga genuinos partidarios. ¿Qué patraña es esa? ¿Cómo es posible asumir que alguien esté alineado con el Maligno? Pues sí, son partidarios del demonio los corruptores y agentes de iniquidad. Y tales son los que en la práctica prefieren el odio al amor, la venganza al perdón, la represalia a la misericordia, la guerra a la paz, el encubrimiento a la verdad.
No es fácil enfrentarse al Padre de la mentira e identificar a sus hijos; los partidarios del dinero, de los intereses creados, de la violencia, de la muerte, de la cobardía. Aunque se disfracen de difusores del bienestar, de la imagen, de la tranquilidad, de lo pragmático o de la pastoralidad. O, de los no menos incontestables, partidarios del progreso, de la ciencia, de la información, de la calidad de vida, de la ley positiva, de la igualación, de la experimentación, etc.
He aquí la grandeza del Evangelio. Dice la verdad. El demonio tiene partidarios. Y no vayamos a pensar que solo alude a los marginales fenómenos de satanismo. No, «nuestro número es Legión». Si los demonios son legión, los partidarios de los demonios son legión de legiones. Aunque su camuflaje comience por la displicente negación de la premisa mayor; si no existe el demonio, ¿cómo puede haber partidarios suyos?
No a todos, pero sí a los discípulos, Jesús les aclara que el demonio tiene adeptos y que no se pueden extirpar hasta el tiempo de la cosecha; por sus frutos los conoceréis. Son venenosos, pero hay que aguardar a que los «enviados» disciernan, a su tiempo, entre el trigo y la cizaña, entre los hijos del Reino y los hijos del Maligno; la quema de la cizaña habrá de esperar pero llega, porque «el reino de Dios ha llegado ya». Por eso no hay que hacerse ilusiones de inmunidad: los ángeles (enviados) del Hijo del Hombre «recogerán de su Reino todos los escándalos y a los agentes de iniquidad y los arrojarán en el horno de fuego». La depuración comienza por dentro de la Iglesia; el Hijo entregará su Reino a su Padre completamente limpio.
Esta página del Evangelio es una denuncia, algunos la arrancarían por incómoda. Pero conviene resaltar que esta parábola está puesta justo a renglón seguido del pasaje en el que Mateo plasma la semejanza del Reino de los Cielos con la levadura, y recuerda que está profetizado (Sal 78,2) que el Mesías hablaría en parábolas. Así pues: «El que tenga oídos, que oiga».
Francisco Jiménez Ambel