Acaba de nacer una nueva constelación en la galaxia política española. Se trata de una fuerza que ha condensado en torno a sí el polvo cósmico de los autodenominados “indignados”. Una indignación que brota no tanto del descontento con el que la vieja clase política está conduciendo los asuntos de la sociedad —que también—, cuanto, sobre todo, del afán rupturista de todo lo establecido en nombre de una falsa concepción de la libertad.
Obviamente, cuando se parte de una fe atea y se niega que el ser humano sea fruto de una libertad y está llamado a un fin determinado, cuando se desconoce cuál es su naturaleza y se rechaza que siquiera llegue a tenerla, se produce un total oscurecimiento de la condición humana y solamente queda el deseo de realizarse a sí mismo en total libertad sin impedimentos ni condicionamientos de ningún tipo. Los filósofos de la existencia, con Sartre a la cabeza, se han convertido en los corifeos de esta postura. Si el hombre no tiene nada detrás ni delante, no tiene origen seguro ni destino cierto; si tan solo le queda su existencia, únicamente le cabe la posibilidad de vivirla a tope, en tal caso, nada ni nadie debe oponerse a sus deseos ni a sus caprichos, por lo que enarbola la sacrosanta enseña de la libertad absoluta.
Se trata, en el fondo, de la vieja pretensión humana de escapar de su condición de criatura al rechazar la gratuidad del amor de Dios con el fin de afirmarse a sí mismo por sí mismo, no queriendo depender, ni ser instruido, ni guiado, ni aconsejado, sino autodeterminarse sin relación al Otro. Es el eco de aquel “non serviam” por el que el ángel se niega a someterse a su Creador. Hay con todo una sustancial diferencia, pues el ángel sabe muy bien lo que está haciendo, mientras que el hombre no sabe lo que hace, por lo que cabe en él posibilidad de redención.
Pero por eso mismo podemos hablar de las raíces diabólicas del rupturismo progre. Lo primero es la soberbia que empuja a uno a fabricarse una felicidad a su medida buscando salvarse a sí mismo. Lo segundo, aunque no en sentido cronológico, es el rechazo a servir, pero no al servicio como tal sino el deseo de servir según su propio criterio y hacer el bien según los propios proyectos. En este caso el hombre quiere ser el único en fabricarse su bien por sus medios. Es el hijo que no quiere tener padre para no depender de nadie, reclamando ser padre de sí mismo y cayendo en el absurdo de ser por él mismo, en cuyo caso solo desea lo que inventa a partir de nada.
Ahora bien, si no hay punto de partida ni base alguna más que mi propia libertad, entonces es mi deseo o mi capricho el que se impone como lo absoluto. Pero una libertad sin límites ni condicionamientos, deja de ser libertad y llega a transformarse en una nueva variante de esclavitud. Se rechaza lo establecido y se aboga por la ruptura. Se rompe un ídolo pero se construye otro: el de todo vale con tal de que sea aceptado libremente. Pero lo peligroso es cuando se llega a sacralizar el gesto de la ruptura. Entonces, como afirma Fabrice Hadjadj, se transforma en un nuevo integrismo, el integrismo de la transgresión “y sus sacerdotes son tanto más feroces cuanto más persuadidos están de ser los turiferarios de la libertad absoluta”.
Se abandona un Absoluto, a Dios y su amor, que me deja libre, para construirse otro absoluto a nuestra medida: el de mi libertad. Y como todos los absolutos en los que no impera el amor, se convierte en imposición y dominación. Se habla de libertad y democracia, de respeto y de igualdad para todos, de aceptación de todas las opiniones, y se sueña con la quimera de un verdadero paraíso en la tierra, en el que todos podrán vivir felices realizándose a su gusto. El mundo se presenta como un gran supermercado en el que cada uno podrá encontrar el producto que busca y ver satisfechas sus necesidades. Pero tal paraíso oculta una bestia terrible, porque cuando uno se presenta como el nuevo mesías que promete paz y bienestar, algo que solo puede conceder el verdadero Mesías, exige ser adorado como Dios sin ser Dios. Y, contrariamente a lo que hace Dios, que deja a su criatura en libertad, este falso dios se presenta con tintes integristas y fundamentalistas, puesto que auto convencido de poseer la verdadera receta de la felicidad, intenta imponerla por todos los medios. Tal como actuaba y sigue obrando el viejo comunismo, se erigen en los guías ilustrados de la sociedad que han de conducir a las masas ignorantes hacia el paraíso en la tierra, de grado o por fuerza.
Toda discrepancia es tildada inmediatamente de reaccionaria, ultraconservadora y fundamentalista, mientras que ellos se atribuyen la antorcha del progresismo y la democracia. Sin embargo no hay progreso en sus posturas, puesto que defensores a ultranza del “todo vale mientras sea ‘libremente’ aceptado”, e incapaces de entrar en el misterio del sufrimiento humano, apoyan el divorcio, el aborto, la eugenesia, la eutanasia, la homosexualidad, etc., posturas todas ellas que poseen una característica en común: el defender la muerte cuando no se puede soportar las situaciones difíciles de la vida. Pero de ningún modo podemos calificar de progresista a la muerte, ni es la supresión del sufriente la solución para aceptar el dolor. Es curioso cómo las modas imperantes en la sociedad progre, los tatuajes, los piercing, las borracheras de los fines de semana, etc. son modas autodestructivas de la persona.
Y tampoco hay democracia, pues la democracia pide que sean respetadas todas las opiniones y se dé libre cauce a todas las expresiones, pero estos “rupturistas” no aceptan el libre debate de ideas y abogan por la supresión de toda divergencia. Podemos verlo en las propuestas de algunos de sus portavoces, como el de “Podemos”, que lleva en su programa la supresión de las capillas católicas en las universidades, la eliminación de los crucifijos de las vías públicas y cosas por el estilo.
Estamos, pues, asistiendo al nacimiento de unos nuevos totalitarismos que, aunque se presenten con nuevos parámetros y bajo la piel de oveja de libertad y democracia, no se distinguen ni en sus raíces, sus fines y, cada vez más, en sus métodos de los totalitarismos de siempre, sean del color que sean. También por esto podemos tildarlos de diabólicos ya que el diablo, siendo mentiroso y asesino, busca engañar y matar. Y como han hecho todos los totalitarismos que han sido, aún cuando actúen con sinceridad, puesto que esta sinceridad proviene de lo que piensan por sí mismos partiendo de su propia verdad y no de la Verdad ni desde la Palabra de Dios que da al hombre su ser, conducen inevitablemente al mismo destino: la destrucción del hombre.
Ramón Domínguez