Dijo Jesús a sus apóstoles: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados! No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto que no llegue descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la “gehenna”. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; valéis más vosotros que muchos gorriones. A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi padre que está en los cielos” (San Mateo 10, 24-33).
COMENTARIO
En el mosaico de palabras literales de Jesucristo que hoy nos presenta la Iglesia, aparece por tres veces el NO TENGÁIS MIEDO. Especifica muy bien a qué no hay que tenerle miedo (habla a los apóstoles, hoy a los obispos) y señala a tres enemigos; a los que traman en la oscuridad, a los que pueden matar el cuerpo y a los que os minusvaloran. La oscuridad será vencida; el alma es inmortal y escapa al campo de acción de los asesinos; vuestro valor es apreciado sin límites por Mi Padre, que es también vuestro Padre.
Es despejando el miedo, que podemos enfrentarnos y afrontar con esperanza los novísimos. En esta perícopa se habla a las claras de muerte, juicio, cielo y gehenna.
Muerte, por mucho que se empeñe la tecno-ciencia va a seguir habiendo, es inexorable para los humanos. La longevidad, que es un bien objetivo, y los progresos de la medicina, que también lo son, no van a derrotar finalmente la muerte, ni menos aún, el miedo a la muerte. Se puede morir con 103 años y seis trasplantes de corazón, como un conocidísimo multimillonario; se puede fiar a la congelación la falta de vida, se pueden fabricar totipotentes células, etc. pero, la evidencia se impone.
El subjetivismo imperante yerra al sugestionar a sus secuaces de que la realidad se modifica por los deseos o, más precisamente, se consuelan por el mecanismo de ahuyentar de su mente la realidad en la que no creen. Piensan que no tendrán Juicio, porque ellos no creen en esas bobadas. El Juicio es una realidad que se presentará para estupor de descreídos y asombro de escépticos.
Pero el verdadero problema, más allá de la expectativa o burla sobre un tal Juicio sobre la propia existencia, radica en la bifurcación que avisa El Señor: cielo o infierno.
El cielo es donde habita Mi Padre; sea el cielo como fuere – la Iglesia invita a no desbordar la imaginación ni establecer detalles descriptivos-, lo esencial es que consiste en estar con Dios.
La gehenna puede ser todo lo desmitificadora que quiera ser la crítica textual o la arqueología religiosa, pero el valor intuitivo del “infierno” no puede ser ahora desleído so pretextos historicistas. Lo esencial es inequívoco: la ausencia de Dios. El infierno, aunque ahora nos quieran tranquilizar con una concreción hallada físicamente, es también un estado. Por cierto una idea muy asumida por el lenguaje coloquial, cuando, para acumular caos y sufrimientos, se grita ¡Esto es un infierno!
Por consiguiente el miedo a la gehenna no está revocado por Jesucristo; muy al contrario nos previene de aquellos que nos pueden conducir a ella. Y por contraposición a la muerte. De modo que se colige que el camino a la gehenna puede pasar, y de hecho pasa, por el instinto de conservar la vida. El miedo, “metus”, nos impulsa a preservar la propia vida y no exponerla a ninguna amenaza o peligro, lo cual se traduce, en la práctica, por dejarse llevar por la corriente, las modas, las ideas impuestas, los dictados de los poderosos, o las argucias de los manipuladores de la opinión social difusa. No hay razón para temer la muerte, pero si hay, y muchas, para temer acabando en el basurero llameante. El imperceptible pero eficiente amoldamiento al mundo, la apostasía de hecho respecto de la Fe y sus contenidos esenciales, la racionalizada defensa de intereses y privilegios, la imparable rendición a quien se presente enarbolando la bandera de la libertad, la aceptación acrítica de avances sociales y culturales, la claudicación ante toda suerte de formalismos y nominalismos, el repudio implícito o explícito a enseñanzas, ejemplos y testimonios de santos y mártires, la aceptación de la anomia o de que las normas se infieran de los hechos, la confianza puesta en dioses menores como la psicología, la economía, el activismo, la transgresión, el disimulo, la cobardía, etc., todo cuanto hace que la sal pierda su misión de salar, eso si es de temer. Por tanto redescubrir los novísimos no es la entronización del miedo, sino del “estad vigilantes”, “discernirlo todo”, “orad”… y sed oportunos para declaraos por Jesucristo ante los hombres. Porque es por ese testimonio por el que Jesucristo promete testimoniar a nuestro favor ante “su Padre que está en los cielos”.