“El Espíritu acude
en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios”
(Rom 8, 26-27)
Espíritu Santo, Tú eres quien ora en nosotros. Nosotros no sabemos, en tantas ocasiones, orar como nos conviene, pero Tú, con gemidos inefables, presentas ante Dios nuestras necesidades.
¡Tantas veces pensamos que Dios no nos oye! Y resulta que lo que acontece, en verdad, es que somos nosotros los que pretendemos allanar la relación, cuando deberíamos dejar que seas Tú quien eleve en nosotros, la bendición, la alabanza, la adoración, y también quien exprese los ruegos y las angustias en nuestra oración.
Quizá me sucede que llamo oración a un monólogo, a una introspección subjetiva, en la que me entretengo pensando en mis deseos, en vez de abrirme al Tú divino. Puede que esta sea la causa de la falta de respuesta, al no haber ni siquiera pregunta, por ser una relación introvertida y ensimismada.
La oración es un don tuyo, Espíritu Santo. Tú eres el Maestro de oración. Ni siquiera podríamos pronunciar el nombre de Jesús sin tu ayuda, ¡cuánto menos mantener una relación amistad y un trato de intimidad con Dios! Eres Tú quien suscita en mí el anhelo, el deseo de estar con Dios, y Tú quien pone en mi corazón los sentimientos de confianza y de abandono en sus manos.
Espíritu Santo, no dejes de convertirme en santuario, en el que se eleve gracia a ti la oración debida, la alabanza y el reconocimiento a quien es el único Señor. Tú eres quien me da la fuerza para mantener los brazos levantados en plegaria por todos.
Que no me arrogue méritos en mi práctica orante, cuando eres Tú quien suscita en mí el don de la fe, por el que siento la necesidad de relacionarme con Aquel que creo que es mi Señor, mi Hacedor, y la razón de mi vida. Dame tu don de Sabiduría, por el que contemple todo con tu mirada.
Ven, Espíritu Santo, y derrama sobre mí tu don de Piedad, para acertar a tratar con Dios como se merece, sabiéndome hijo suyo y amigo de Jesús. Si en verdad me mantuviera en esta conciencia, me sabría siempre acompañado, sostenido, y aún en los momentos oscuros, resolvería la encrucijada con las mismas palabras que el Señor dijo a su Padre: “A tus manos encomiendo mi espíritu”. “Que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú”. Y esta oración solo es posible si me asistes, Espíritu Santo, porque es la máxima expresión de abandono y de confianza, sin especular con Dios, ni pedir razones por su silencio aparente.
Espíritu Santo, Maestro de oración, consuela mi alma con la certeza de que Tú oras dentro de mí, y no queda frustrada mi relación con Dios, por ser inadecuada, o interesada. Ven, Espíritu y derrama en mi corazón el don de Piedad.
Ángel Moreno