«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan, el Bautista, hasta ahora se hace violencia contra el reino de Dios, y gente violenta quiere arrebatárselo. Los profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El que tenga oídos que escuche”». (Mt 11,11-15)
Jesús, en el evangelio de hoy nos habla de Juan el Bautista, el último y más grande de los profetas, y dice de él que es “el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo”. Y añade para finalizar: “el que tenga oídos que escuche”. Ambos comentarios son muy sutiles y se dirigen al aspecto más profundo de la persona: su voluntad. Jesús les decía a aquellos hombres que le escuchaban que querer admitir al profeta que se les enviaba y querer escucharle cuando se tienen oídos para hacerlo, son dos pasos esenciales e imprescindibles para acercarse al Reino de los Cielos.
Si nos aplicamos esto a nosotros en nuestros días tendríamos mucho que reflexionar. Querer admitir a los profetas de Dios y querer escucharles son dos actividades que hemos hecho o no en muchas ocasiones de nuestra vida, y ni nos hemos dado cuenta.
Oímos mucho pero escuchamos poco. Oímos muchas cosas pero escuchamos las que nos resultan cómodas y favorables, las que no nos incomodan. Tenemos oídos para oír pero no siempre para escuchar. Las cosas de Dios se escuchan, es decir, se oyen con la buena voluntad del que está abierto a la Verdad y dispuesto a acogerla de corazón, aunque haya ruido alrededor o lo que escucho sea incómodo o difícil.
Estoy convencido de que la mayoría de los que se dicen no creyentes realmente son “no querientes”, porque su incredulidad muchas veces nace de un simple no querer creer, mucho más que de sus aparentes razones para no creer. Cuántas veces estas personas a lo largo de su vida rechazaron palabras de profetas y oyeron sin escuchar un sinfín de buenos ejemplos a su alrededor: los curas de su cole que tanto le ayudaron en su formación como persona, el ambiente cristiano de su hogar creado por sus padres lleno de buenos ejemplos, el testimonio de vida permanente de un buen amigo fiel a sus creencias, la ejemplaridad de algún familiar con una enfermedad vivida desde la fe… Y tantos y tantos gritos desde del cielo para acercarse, palabras de profeta no admitido, voces oídas pero no escuchadas a las que se dio como fría respuesta un “no quiero” y punto.
Y esto nos vale también a los que nos llamamos creyentes, pero que muchas veces somos poco “querientes” de las cosas de Dios cuando nos pide algo mas comprometido, porque tampoco escuchamos ni admitimos a nuestros profetas: al cura de mi parroquia que un día me dice algo que me desnuda por dentro, el consejo de un buen amigo en la fe que me corrige en un defecto grave y me molesta pero sé que es cierto, la voz de mi conciencia que a diario actúa de profeta y me indica un camino que no sigo porque simplemente no quiero.
Somos entonces como los no creyentes que son “no querientes”, no crecemos en nuestra fe porque no queremos crecer en ella. Preferimos quedarnos en la etapa espiritual de los pañales, con el “Jesusito de mi vida” y pare usted de contar. Pero así no crecemos, no avanzamos. Solo vegetamos en un cristianismo pequeñito y, cuando llega alguna dificultad, para vivirlo ni nos acordamos ya de lo que somos.
A Santo Tomás de Aquino le preguntaron en una ocasión qué era lo más importante para ganar el Cielo, y él contestó lacónicamente: “querer ganarlo”.
Jerónimo Barrio